Cuento

La pelota

En este cuento, el uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964), percibe la ilusión y el capricho de un niño por la imposibilidad material de comprar una pelota en el almacén. La abuela se las ingenia para quitarle la tristeza y hacerlo dormir.

Por Felisberto Hernández

Cuando yo tenía ocho a ños pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén.

Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita – pronto para correr -, yo le volví a pedirle que me comprara la pelota.

Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo, ella no me persiguió; empezó a revolver un baúl y a sacar trapos.

Cuando me dí cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta.

Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar.

Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma; me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo.

Después de haberle dado las más furiosas «patadas» me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella.

A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar unas dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzs, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí.

Cuando me cansé, se me ocurrió que ese era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo, pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento.

Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volvía pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela, pero me mandó a comprar dulce de membrillo (cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo).

En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, ví a la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle «una patada» bien en el medio y bien fuerte: para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes.

Después que nos comimos el dulce, yo empecé de nuevo a pensar en la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio de nuevo y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara alguien por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado arriba de ella. No pasó nadie.

Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca: había quedado chata como una torta. A principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacia correr de costado como si fuera una rueda.

Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga.

Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subia y bajaba con la respiración. Y después me fui quedando dormido.

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