Cultura Sociedad

Ante el sufrimiento del que nunca encuentra

Más allá de las sentencias de los especialistas en salud mental, pareciera transversal a todos el levantarse de noche aquejados por fantasmas. Leer este extracto de "Shiddartha", de Herman Hesse (1887-1962), quizá actúe como un bálsamo para aliviar cuestiones existenciales.

Por Hermann Hesse

Govinda escuchaba en silencio. -¿Por qué me has contado aquello de la piedra?, preguntó en tono vacilante, tras una pausa. –Fue sin intención. O tal vez para darte a entender que justamente amo a esa piedra, y el río, y todas estas cosas que estamos viviendo y de las cuales podemos aprender. Sí, puedo amar una piedra, Govinda, así como un árbol y hasta un pedazo de corteza. Son cosas, y las cosas pueden ser amadas. En cambio, soy incapaz de amar a las palabras. Por eso las doctrinas nada significan para mí; no tiene dureza, ni blandura, ni colores, no cantos, ni aroma, ni sabar: no tienen más que palabras.

Tal vez sea esto mismo lo que te impide encontrar la paz; tal vez sea todo este exceso de palabras. Pues también liberacion y virtud, también sansara y nirvana son simples palabras, Govinda. No hay objeto alguno que sea el nirvana; sólo existe la palabra nirvana.

Dijo entonces Govinda: –Amigo mío, nirvana no es solo una palabra. Es una idea.

Y Siddharta prosiguió: –Una idea, puede que sí. Más debo confesarte, querido amigo, que no hallo mucha diferencia entre las ideas y las palabras. Y hablando francamente: las ideas tampoco me importan demasiado. Más me interesan las cosas. Aquí en esta barca, por ejemplo, mi predecesor y maestro fue un hombre, un santo que durante muchos años creyó simplemente en el río, y en nada más. Había observado que la voz del río le hablaba; de ella aprendió, la voz lo fue educando e instruyendo, el río era su Dios. Durante muchos años ignoró que cada viento, cada nube, cada pájaro y cada insecto son igualmente divinos y saben y pueden enseñar lo mismo que el venerado río. Pero cuando este santo se marchó a los bosques ya sabía todo, sabía más que tú y que yo, y sin haber tenido maestros ni libros: sólo porque tuvo fe en el río.

Govinda dijo entonces: -Pero esto que tú llamas «cosas» ¿es acaso algo real, algo esencial? ¿No será sólo una ilusión de Maya, simples imágenes y apariencias?. Tu piedra, tu árbol, tu río ¿son en verdad realidades?

-Eso tampoco me preocupa mucho, repuso Siddhartha. Poco importa que las cosas sean o no apariencias y, por lo tanto, ellas son mis semejantes. Esto es lo que me las hace tan entrañables y dignas de respeto: son mis semejantes. Por eso puedo amarlas. Y he aquí una doctrina de la que vas a reírte; el amor, Govinda, me parece la cosa más importante que existe. Analizar el mundo, explicarlo o despreciarlo, no odiarlo a él ni odiarme a mí mismo, poder contemplarlo, y con él a mí mismo y a todos los seres, con amor, admiración y respeto.

-Eso lo entiendo, dijo Govinda. Pero es justamente lo que él, el Sublime (Buda), denominaba ilusión. Prescribió la benevolencia, la generosidad, la compasión, la tolerancia, pero no el amor; nos prohibió atar nuestro corazón con el amor hacia las cosas terrenales.

Herman Hesse, en Siddharta, insta a despertarnos

-Lo sé, replicó Siddharta, y su sonrisa refulgió como el oro. -Lo sé, Govinda. Y mira, ya estamos otra vez perdidos en la selva de las opiniones, en discusiones sobre las palabras. Pues no puedo negar que mis palabras sobre el amor se hallen en contradicción, en una contradicción aparente, con las palabras de Gotama. Por eso desconfío tanto de las palabras, porque sé que esta contradicción es ilusoria. En el fondo, sé que estoy de acuerdo con Gotama. ¿Cómo podría Él ignorar el amor? Él, que supo reconocer la nulidad y caducidad de todo cuando atañe al ser humano y, sin embargo, amó tanto a los hombres que dedicó toda una vida larga y fatigosa a la tarea fatigosa de ayudarlos e instruirlos. También en Él, tu gran Maestro, prefiero las cosas a las palabras; su vida y sus hechos me parecen más importantes que sus discursos; los gestos de su mano, más importante que sus opiniones. No en su palabra ni en su pensamiento veo grandeza, sino en sus obras, en su vida.

Largo rato permanecieron en silencio ambos ancianos. Finalmente habló Govinda, al tiempo que se inclinaba para despedirse:

-Gracias Siddhartha, por haberme revelado alguno de tus pensamientos. En parte son pensamientos extraños, no todos me resultaron asequibles de inmediato. Mas sea como fuere, te agradezco y te deseo días de paz y de sosiego.

Pero en su interior pensaba: «Este Siddharta es un hombre extraño; extrañas son las ideas que predica y hay algo de locura en su doctrina. Muy distinta suena la doctrina pura del Sublime: más clara, transparente y comprensible; en ella no hay nada raro, extravagante o ridículo. Pero distintos de sus pensamientos me parecen las manos y los pies de Siddhartha, sus ojos, su frente, su respiración, su sonrisa, su manera de saludar y caminar. Nunca, desde que nuestro sublime Gotama entró en el nirvana, nunca he vuelto a encontrar un hombre que me impulsara a decir: ¡este es un santo!. Sólo él, Siddharta, me ha dejado esta impresión. Aunque su doctrina sea extraña y en sus palabras haya un eco de locura, su mirada y su mano, su piel y sus cabellos, todo en él irradia una pureza, una paz, una serenidad, una dulzura y una santidad que nunca he vuelto a ver en ningún hombre tras la última muerte de nuestro sublime Maestro».

Mientras Govinda discurría de este modo, agitando en su corazón los pensamientos más contradictorios, volvió a inclinarse hacia Siddhartha, impulsado por el afecto. Le hizo una profunda venia a su amigo, que permaneció sentado y en silencio.

-Siddharthha, le dijo, nos hemos hecho viejos. Difícilmente volveremos a vernos bajo esta forma humana. Veo, amigo querido, que haz encontado la paz. Yo confieso no hablerlo hallado. Dime una palabra más, oh venerable: dame algo que pueda tocar, algo que pueda comprender, Dame algo que me acompañe en mi camino. Arduo y sombrío es el camino a veces, oh Siddhartha.

Siddhartha callaba y lo miraba con su sonrisa tranquila, inmutable. Govinda clavo en él una mirada angustiosa, anhelante. El sufrimiento y la eterna búsqueda se leían en su mirada, el sufrimiento del que nunca encuentra.

Siddhartha lo advirtió y sonrió. -Inclínate hacia mí, le susurró al oído. ¡Inclínate hacia mí! ¡Así, más todavía» ¡Más cerca! ¡Bésame la frente, Govinda!

Pero mientras Govinda obedecía sus palabras, maravillado y atraído a la vez por su gran afecto y por una especie de presentimiento, mientras se acercaba un poco más a Siddhartha y le rozaba la frente con sus labios, le ocurrió algo extraordinario. Sí, mientras sus pensamientos seguían ocupándose aún de las extrañas palabras de su amigo, mientras el mismo hacía esfuerzos vano y algo violentos por imaginarse la abolición del tiempo, por representarse nirvana y sansara como una sola cosa; y mientras una especie de desdén por las palabras de Siddhartha combatía en sus interior con un cariño inmenso y un respeto no menor, le sucedió lo siguiente:

Dejó de ver el rostro de su amigo Siddhartha y vio en vez de él otros rostros, muchos, una hilera enorme, un río de rostros, cientos, miles de caras que llegaban y pasaban, aunque parecieran estar todas allí al mismo tiempo; miles de caras que se transformaban y se renovaban incesantemente y que, sin embargo, eran todas Siddharta. Vio el rostro de un pez, de una carpa con la boca desencajada por un dolor infinito; un pez moribundo con los ojos saltones; vio el rostro de un recién nacido, rojo y surcado de arrugas, contraerse por llanto; vio el rostro de un asesino, y lo vio hundir un cuchillo en el cuerpo de un hombre; vio, en el mismo instante, al asesino encadenado y de rodillas ante sus verdugo, que le cortó la cabeza de un solo mandoble; vio cuerpos de hombres y mujeres desnudos en las posiciones y en las luchas de un amor desenfrenado; vio cadáveres estirados, tranquilos, fríos, vacíos; vio cabezas de animales, de jabalíes, de cocodrilos, de elefantes, de toros, de aves; vio a dioses, vio a Krishna, a Agni; vio a todos esos rostros y figuras anudados en mil relaciones recíprocas, ayudándose unos a otros, amándose, odiándose, destruyéndose, volviendo a procrearse; cada cual empeñado en querer morir, cada cual dando un testimonio apasionado y doloroso de su caducidad; pero ninguno moría, todos se transformaban solamente, renacían sin cesar e iban adquiriendo siempre un rostro nuevo, sin que entre los sucesivos rostros viniera a interponerse un resquicio de tiempo; y todos estos rostros y figuras yacían, fluían, se multiplicaban, flotaban aisladamente y volvían a confluir; y, sin embargo, existente, algo así como una tenue capa de cristal o de hielo, como una piel transparente, una corteza, un molde o una máscara de agua; y esta máscara le sonreía y era el rostro sonriente de Siddhartha que él, Govinda, estaba rozando cno sus labios en aquel momento. Y esta sonrisa de la máscara, según la pareció a Govinda, esta sonrisa de la unidad sobre el fluir de las formas, esta sonrisa de la simultaneidad sobre los millares de nacimientos y de muertes, esta sonrisa de Siddhartha era exactamente la misma sonrisa de Gotama Buda: perenne, tranquila, fina, impenetrable, quizá bondadosa, burlona acaso, sabia, múltiple; la misma sonrisa que él habia contemplado centenares de veces con profundo respeto. Así – y esto Govinda lo sabía -, así sonríen los seres perfectos.

No sabiendo ya si había tiempo, si aquella visión había durado un segundo o cien años, no sabiendo ya si existia un Siddhartha, o un Gotama, o un Yo o un Tú, herido en lo más profundo de su ser como una flecha divina que lo vulnerase dulcemente, hechizado y disuelto en su interior, Govinda aún permaneció un instante hechizado y disuelto en su interior. Govinda aún permaneció un instante incinado sobre el impasible rostro de Siddhartha, ese rostro que acababa de besar, que acababa de ser escenario de todas esas metamorfosis, de todo el Devenir, de todo. El rostro permaneció inmutable una vez que, bajo su superficie, volvieron a cerrarse los abismos de la multiplicidad; sonreía tranquilo, sonreía dulce y tiernamente, tal vez con demasiada bondad, tal vez con demasiada ironía, exactamente como Él había sonreído, el Sublime.

Profundamente se inclino Govinda; por su viejo rostro rodaron lágrimas de las que él nada supo; como un fuego ardió en su corazón el sentimiento del amor más íntimo. Profundamente se inclinó, hasta tocar el suelo, ante aquel hombre que permanecía sentado, inmóvil, y cuya sonrisa le recordaba cuanto había amado en su vida, todo cuanto e su vida había él considerado valioso y sagrado.

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