Por Lu Ronzo
El líder disruptivo, el que no es esperado, emerge en contextos de desgaste de la política tradicional. Se legitima con un pacto moral con el electorado: promesa de pureza, ruptura con los estamentos corruptos y modos estéticos que contrastan con “lo viejo”. Su designación no está anclada en la promesa de objetivos: su capital es simbólico.
El principal sostén con su clientela es el “pacto moral”. No hay un eje programático es una identidad de tribu que cataliza el deterioro social. El costo de esta legitimidad depende de sostener una imagen ética superior, la vara es un riesgo porque es demasiado alta con respecto a liderazgos preexistentes. Porque, además, es casi el único activo.
La dinámica es de rigidez política. Construye vínculos ineficientes con partidos o coaliciones amplias. En un sistema federal, solo negocia bajo sumisión. Carece de redes territoriales y de acuerdos. En la política real, “negociar” implica entregar algo para recibir algo.
Pero esa práctica lógica es incompatible con una narrativa que lo obliga a rechazar pactos para «no contaminarse”. Gobernar exige pactos, pero su identidad se lo impide. Necesita una estructura, porque con pocos no se hace mucho: comienza a incorporar elementos marginales que fueron rechazados en el pasado. Estos sujetos están ávidoss de recursos y padecen un alto grado de resentimiento.
Al principio pasan desapercibidos ya que nadie los conoce. Son “iluminados que vieron la transformación”. En realidad, son sectores con capacidades que buscan una acumulación rápida.
Esta situación conlleva a una enorme fragilidad ética: cualquier escándalo o contradicción golpea el núcleo de su legitimidad y la capacidad de resiliencia es baja. Lo que en otro liderazgo es un desliz, para un outsider y su electorado es percibido por su sector como una “traición”. Se va rompiedo así el contrato moral con la sociedad.
La política siempre es choque de intereses y ampliar la base implica desplazar a muchos de los dirigentes más puros y a la suma de actores que saben construir poder y territorio Siempre hay reclamo de contraprestación.
Luego ocurre un acumulación invisible de tensiones. La base lo defiende por un tiempo, justificando errores. El descontento crece en silencio. Si no hay acierto económico ya “la agenda moral” se empieza a romper.
Una minoría activa comienza a marcar agenda y contagiar malestar. Solo marcando los errores. Comienza el cruce del umbral crítico. En un determinado momento al llegar a cierto nivel de disidencia, la mayoría silenciosa cambia de bando.
La decepción es súbita: la narrativa ya no convence. Ese cruce genera un efecto avalancha, peligroso, acumulativo y veloz. El gatillo puede ser un escándalo por corrupción: sexual entre otros. No hay forma de explicar el contraste.
La etapa de colapso repentino se hace evidente. Los aliados políticos se despegan. Las internas se hacen evidentes y expuestas incluso de forma grosera.
Las instituciones y poderes no responden. Los medios abandonan la defensa. La calle se pierde. El liderazgo se degrada en cuestión de semanas, no en años.
La atmósfera de boleto picado atraviesa a todos. Se instala un sentido común de “al final son todos iguales”. Los principales actores fijan sello de vencimiento. La sensación de colapso inminente deja de serlo y pasa a ser una certeza. Incluso los más leales toman distancia y se quitan responsabilidades de encima.
El fin se hace palpable. Los liderazgos tradicionales vuelven a comenzar a negociar respaldos. Aseguran estabilidad. Se abre el interrogante.


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