Por Jazmín Bazán (Panamá Revista)
La derrota del gobierno en Provincia de Buenos Aires reactivó por unos días el diálogo en torno a partidos y elecciones. Pero ni las propuestas ni las pasiones por los políticos volvieron a encenderse. Y es cuestión de tiempo para que caigan otra vez bajo la alfombra de lo que sí entretiene: el amarillismo. Es decir, esas novelas de rápida digestión que revelan, por un lado, la eterna búsqueda argentina por un tema en común; y, por otro, la extinción de propuestas alternativas de ficción y las grandes narrativas nacionales.
La estrella de mar, estrella fugaz, regresó hace mucho al fondo del mar. Mientras un sector de Twitter todavía festeja variaciones de los memes de siempre y analiza los resultados, los programas de la tarde continuaron el tema que nunca perdió en las encuestas: el gate de las parejas famosas. Eterno llenador de silencios, placer culposo de los “politizados”. Eso de lo que se habla cuando ya aburrieron las listas, los candidatos, las mesas, los casos de corrupción.
Cuernos existieron siempre. Lo que cambian son sus protagonistas, los lugares, las formas en que esas escenas íntimas son tiradas a la arena pública. Cada época, con sus ídolos e ideologías, cosmos y cosmogonías, tiene el chisme que le corresponde. De ahí, su frivolidad o trascendencia.
Hoy, panelistas, streamers y tuiteros arman lores. Compiten por quién le echa más sal a heridas ajenas, a la espera de la declaración inconsistente, el exabrupto o la mea culpa que habiliten el linchamiento. Pero hubo ocasiones donde el chisme – sin resignar el erotismo, las mentiras o el cotilleo – rozó la revolución. Como hace casi noventa años, cuando un romance furtivo en la aesthetic casa azul de Frida Kahlo se incrustó en la gran historia, esa que comporta sublevaciones, guerras y muertes.

Era 1937. En la Unión Soviética se desarrollaban los Juicios de Moscú y León Trotsky había encontrado en México el único país dispuesto a otorgarle un visado y, así, una breve sobrevida. Él y su hijo León Sedov aparecían como principales acusados del estalinismo, enfrentando cargos que iban desde terrorismo hasta alianzas secretas con el fascismo alemán.
“El viejo” arrastraba casi una década de exilio. Había soportado el aislamiento político, la muerte de sus hijas Nina y Zina, el asesinato de sus antiguos aliados y la claudicación de su gran amigo Rakovsky, a quien comparaba con un Galileo obligado a abjurar ante la Inquisición.
Desde América buscó una respuesta. Quería redimirse, pero también desenmascarar la maquinaria burocrática y reivindicar el legado de Octubre. Reclamó la conformación de un tribunal internacional independiente. La respuesta fue la “Comisión Dewey”, un grupo de intelectuales de diversas nacionalidades, ajenos a la ideología bolchevique.
Cuando los examinadores se trasladaron a la casa, Trotsky mandó a quitar el desnudo español del siglo XIX que Frida había colocado en el baño. Porque, aunque honesto en su testimonio y riguroso con la documentación, guardaba un secreto. Y, tras décadas de tener a la policía secreta – zarista primero, estalinista después – respirándole en la nuca, no dejaba nada librado a la suerte.

Jean van Heijenoort, secretario, traductor y guardaespaldas de Trotsky, detalló (como si fuera una confesión ante un notero de LAM) las peripecias diplomáticas y sentimentales de esos meses. En sus memorias Con Trotsky en el exilio: de Prinkipo a Coyoacán, comentaba: “Frida no vacilaba, un poco a la manera norteamericana, en esgrimir la palabra ‘love’. (…) Trotsky, aparentemente, cayó en el juego. Empezó a escribirle cartas. Deslizaba la carta en un libro y se lo daba a Frida, a menudo delante de otras personas”.
El fundador del Ejército Rojo había entablado un vínculo con la artista mexicana, que no disimulaba frente a Natalia, su compañera a lo largo de 35 años y tres revoluciones.
Frida y él se comunicaban en inglés, lengua que la esposa no entendía y la dejaba al margen. Unas semanas después del final de las audiencias, la situación explotó. En julio de 1937, Trotsky se retiró a la hacienda de un conocido. Natalia se quedó en Coyoacán.
Daniel Bensaïd, filósofo y militante, también relató con detalle este cruce entre crisis política y amorosa. En su libro Una lenta impaciencia reprodujo fragmentos de las cartas diarias de Trotsky, que mostraban su nueva faceta epistolar: la del marido arrepentido que ruega; el sentimentalista; el calentón; el reprochador; el guarango.
“Mi escritura está deformada por las lágrimas, Natalotchka, ¿pero puede haber algo más elevado que estas lágrimas?”, redactaba el 12 de julio. Una semana después, insistía: “Desde que he llegado aquí, mi pobre picha no se ha empalmado ni una sola vez. (…) Pero yo, todo entero, pienso en tu coñito querido”. No negaba las imprudencias… pero dejaba entrever que no se le había parado con su amante.
Durante una visita de Frida, decidió terminar con el affaire. Le pidió a la artista destruir las cartas, so pretexto de que pudieran caer en manos de GPU (¿o de Natalia?). Antes de despedirse, Frida le regaló un autorretrato.
Los problemas siguieron. La tarea de defender un matrimonio podía ser tan difícil como defender una revolución.
Van Heijenoort aseguraba que el estallido más intenso se produjo por teléfono, cuando Trotsky llamó a Natalia para hacerle una escena de celos respecto a un episodio ocurrido en 1903 (¿nadie resiste a un archivo?).
Unos días después, regresó a Coyoacán. “La vida en la casa recuperó su ritmo habitual”, decretaba el secretario. Sin embargo, sugería: “He oído decir (…) que en el momento mismo de la insurrección de octubre Trotsky mantenía relaciones con una joven inglesa rubia. Pero ése es un rumor”. Dires y diretes.
Bensaïd infiere que fue “además de su frágil fuerza, (…) el sentimiento compartido de la herida” lo que atrajo a Trotsky hacia Frida. Aplastado por una tarea política gigante, casi despojado de aliados y confidentes, emergía el hombre fogoso, inseguro, contradictorio, hasta infantil. ¿Qué lugar tiene el sexo en tiempos revolucionarios? ¿Y cuando avanza la contrarrevolución?
Puede pensarse que Trotsky necesitaba cortar amarras con el pasado. Su secretario recordaba que un tema lo obsesionaba: desconfiar de los “viejos” y apostar a los jóvenes. En un artículo sobre la capitulación de Rakovsky, Trotsky había declarado: “¡Que el viejo luchador de sesenta años sea reemplazado por tres jóvenes de veinte años!”. Van Heijenoort se preguntaba, incluso, si esta esperanza renovadora – las mismas circunstancias que probablemente lo llevaron a los brazos de Frida Kahl o– habría facilitado indirectamente el acercamiento del sicario Ramón Mercader.
¿Pueden las intrigas palaciegas compararse con las intrigas de pareja? ¿El conflicto sexual, en ese Edén suspendido en el tiempo y el espacio, reflejaba la ilusión breve de que la muerte no era el único destino? El hombre cuyo apellido ya era bandera y causa parecía reclamar: “¡Nada de lo humano me es ajeno!”.
En diciembre de 1937, fue publicado el veredicto de la “Comisión Dewey”: seiscientas páginas, producto de trescientos días de trabajo que afirmaban categóricamente la inocencia de padre e hijo. “¡Dos líneas!, gritó Trotsky al recibir la noticia. Pero dos líneas que pesarán mucho en la biblioteca de la humanidad”. Pronto se embarcaría en su última empresa: terminar la biografía de Stalin, que sería interrumpida cuando el verdugo lo asesinara en su escritorio.
Durante cierto tiempo, Frida y Natalia se siguieron frecuentando por obligación, aunque mostraban una cálida frialdad. La mexicana relató los pormenores de la aventura a Van Heijenoort y – agregaba Bensaïd – llegó a hablar mal públicamente de su antiguo galán: por su extrema racionalidad, su autoritarismo, su falta de sensualidad. Eventualmente se pasó al bando del estalinismo, traicionando a la persona y a la idea: a su vida y su posteridad.
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¿Por qué los escritores cedieron en sus textos a estas minucias de los días en que Trotsky libraba su batalla decisiva y quizás más importante desde 1917? Evidentemente, para ambos guardianes de su memoria, se revelaban allí aspectos de la coyuntura, de las luchas intestinas que se desarrollaban más allá de esa casa y de la psicología del viejo líder, revolucionario sin revolución.
Uno y otro resaltan el efecto que una frase de Natalia de esos días tuvo sobre el profeta desterrado: “Todos, en el fondo, estamos terriblemente solos”. El secretario deducía que no se trataba solo de una declaración dramática, sino “una ofensa a su concepción del hombre comunista”. ¿Cuánto define una infidelidad a las personas? Más aún, ¿cuánto a los ideales que tanto luchan por sostener? ¿Qué valor tiene el perdón? ¿La historia siempre juzgará?
En el fondo, en cada cuerno hecho público late lo mismo: el espectáculo de la perfidia, la reducción del personaje – emblema de una idea o famoso de televisión – a la debilidad de su carne.
¿En qué circunstancias el adulterio concierne más que a los involucrados? Expuesto por panelistas o por cartas escondidas en una biblioteca de Coyoacán, el chisme puede ser la expresión más superficial de la potencia de la conversación generalizada. También, un respiro cuando todo parece inundarse. En el ejemplo más extremo, un engranaje de sucesos universales.
Funciona, en todos los casos, como reflejo oblicuo de intereses y convicciones sociales; una cáscara volátil que tapa con humo otros humos más peligrosos. Queda por ver qué pasa si el monstruo que alberga crece lo suficiente para romperla en mil pedazos.


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