Opinión

Relajo nuclear: el botón atómico al alcance de la mano

Horacio Convertini trajo a colación una medición que científicos atómicos comenzaron a hacer en 1947 a partir de evaluar tensiones mundiales. ¿Cuán cerca estamos del apocalipsis nuclear? Ucrania, Oriente Medio, El Caribe y el calentamiento global acechan.

Por Horacio Convertini (Clarín)

Aceptémoslo: el azar nos resulta intolerable, por eso nos convencemos de que hay leyes invisibles y desconocidas que rigen nuestra vida. Las casualidades, entonces, se las cargamos a la cuenta de algún dios o del destino.

Todo esto viene a cuento de una experiencia personal: el fin de semana pasado se me vino encima el apocalipsis (absténganse de interpretaciones políticas, por favor). Es que luego de terminar “¡Fin del mundo, nena!”, la última novela del escritor venezolano Lucas García París, vi “Una casa llena de dinamita”, el filme de Kathryn Bigelow sobre los instantes previos a una guerra nuclear. La coincidencia me instaló en el mayor terror de mi infancia, que no era el cuco ni el hombre de la bolsa sino una catástrofe que aniquilara a la especie humana.

Vaya a saber por qué (quizás por culpa de las películas de Sábados de Súper Acción y, en especial, “Krakatoa al este de Java”), solía distraerme pensando en el fin del mundo: cuándo ocurriría o cómo (si lluvia de fuego, monstruos o terremotos).

La novela de García París es divertidísima: una madre, convencida de que el Armagedón es inminente, entrena a su hijo para la supervivencia. El niño, en vez de ir a la escuela y ver Disney Chanel, aprende a manejar armas de guerra y a sobrevivir en la selva. Cuando ella ya ha sido internada en un psiquiátrico, el muchacho busca desesperadamente la vida normal que nunca tuvo mientras empiezan a suceder cosas (aviones que se caen en plena ciudad, nubes tóxicas) que encajan con las profecías de su madre.

La película de Bigelow (Netflix), en cambio, te deja prendiéndole una vela a cada santo. Cuenta lo que ocurre en los altos mandos de Washington cuando los radares detectan que un misil nuclear, que nadie sabe de dónde salió, va derechito hacia Chicago a toda velocidad. La burocracia defensiva es sorprendida con los pantalones bajos y los sofisticados protocolos se vuelven papel picado: cuando la ojiva te apunta, hasta el más compadrito balbucea.

Corro a ver cuánto marca ahora el «el reloj del fin del mundo», una medición que científicos atómicos empezaron a hacer en 1947 a partir de evaluar las tensiones políticas globales. Tomando la medianoche como la hora de la destrucción masiva, los expertos de entonces fijaron que el apocalipsis estaba a siete minutos de las doce.

Hoy, gracias a la guerra en Ucrania, el conflicto en Oriente Medio y el calentamiento global, veo que nos hemos puesto a 89 segundos. Es lo más cerca que jamás hayamos estado, “una indicación de peligro extremo y una advertencia inequívoca de que cada segundo de retraso en revertir el curso aumenta la probabilidad de un desastre global”, dice el informe fechado el 28 de enero de 2025.

Y como el azar me resulta intolerable (¿es casual que un libro y una película me hayan reconectado con mi pesadilla preferida de la infancia?), salgo a buscar un albañil que me haga un bunker donde está el quincho. Porque mejor es prevenir.

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