Reflexión

Crecer en la tristeza y en el amor que no se olvida 

Libres o no, ¿cómo se vive en esta tierra llena de baches en la que nos dejaron nuestros cuidadores? Sin olvidar el dolor, pero tampoco su opuesto, el humano avanza entre pena y pena.

Crecer es doloroso. Pasamos de ser personas totalmente dependientes, desde lo más mínimo, a estar en plena libertad. De ser un niño que no sabe de dónde sale la comida a convertirse en un adulto que paga las cuentas. Por supuesto, sujetado aun en otros aspectos, pero ya no en el de la movilidad. 

Porque podrá decirse que la coerción del trabajo sigue impidiendo ser totalmente libres. Ello lleva a un estudio aparte. Aquí, como si fuera algo aislado a pesar de que no lo sea, la pregunta es: ¿Qué pasa con el adulto que está cada vez más perdido en su soledad? Y qué pasó con quienes lo criaron.  

¿Dónde están y a dónde van? Pareciera ya no tener importancia. Cada quien tiene su camino aunque no nos lo adviertan. De pequeños, pequeñas, sentimos el cariño y también el rigor. Sin embargo, por más piel dura que se haya logrado, el amor no se olvida.  

Es cierto que el dolor es lo que más queda en la memoria. Pero sin su opuesto no seríamos humanos. Nuestra especie tiene ese deseo, esa inexplicable pulsión. Aparece y luego se va. Como nuestros criadores, que estuvieron y se fueron. Nos quedamos con ese vacío, esa falsa idea de que tiene que venir alguien a cuidarnos. 

El mundo adulto es más malvado de lo que parece. Por eso es que la mayor apuesta, lejos de los billetes, el prestigio y la superficialidad, es estar junto aquellos con los que es posible charlar y compartir sentimientos genuinamente. Logrando uno de esos vínculos que hacen nacer canciones y hasta bebés.  

Porque el amor sí importa, y es lo que nos da el respiro necesario durante la eterna deriva en este océano de tristeza. 

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Escritor y estudiante. Fundó Humanidad el 2016 a sus 15 años de edad.

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