Susi estaba caminando hacia el supermercado. Eran alrededor de las ocho de la noche y había bastante gente en la calle. Eso ponía un poco inquieta a la mujer de casi 80 años. Tambaleaba al dar pasos notablemente inseguros. A las personas que le pasaban por al lado las miraba con los ojos bien abiertos para ver quiénes eran. Si algún conocido del barrio o algún comerciante con el que solía conversar. En ese caso se moriría de vergüenza, porque estaba punto de hacer algo que no era un delito, pero que por alguna razón la hacía temblar.
Entró al supermercado y se dirigió rápidamente a la góndola de bebidas. Agarró un vino blanco y enfiló sin tardar hacia la caja. Por suerte no había nadie y la atendieron enseguida. Solo restaba confrontar al cajero, por el que venía pensando qué decirle. Finalmente no fue necesario ninguno de los temas de conversación que distrajesen sobre el alcohol en cuestión. La situación fue más normal de lo que maquinó en su cabeza y de repente ya le estaba pagando.
El joven hasta le aceptó la conversación. Con la botella dentro de la bolsa, estaba intercambiando con él las últimas palabras cuando una compradora detrás suyo le pasó por encima con sus productos. Quería que la atendieran rápido. Susi quedó impactada, como diciendo: “bueno, veo que me están callando”. Bajó la mirada y empezó a irse lentamente.
La otra mujer, con una exagerada amabilidad, le tocó el brazo y le dijo: “señora, hable sin problema”. Pero lo ocurrido no tenía más palabras que expresar. Se había dicho todo.
Susi salió del local y toda esa adrenalina, entre negativa y energizante, se desvaneció completamente. Ahora tenía una amarga sensación de sentirse un obstáculo, una molestia.
Al abrir la puerta del departamento aquella nube desapareció. Le nació una sonrisa. Puso la música que le gusta a un volumen que podía hacerla disfrutar y que a la vez mostraba su presencia. En toda la noche se entretuvo sola, como su vida misma, pero esta vez más suelta de espíritu. Eran las maldades vestidas de placer que las drogas llevan consigo.
Al día siguiente despertó con dolor de cabeza y una casa para limpiar. Entre ello, el vaso de vino que dejó sobre la mesa, la pizzera con la que cocinó en el horno, el plato y los cubiertos. No se sentía arrepentida ni adicta. Desde la cama, apoyada en el respaldo, agradeció lo que tenía y rezó para preservar esa charla genuina que aún tenía consigo misma.


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