El que trajo al borracho que se lo lleve. Evaluando la brusca frase – en forma figurada -, podría concluirse que el esperado arribo de Sergio Massa como superministro al área más sensitiva – la económica, aunque su peso es político y detrás suyo está la dueña de los votos, CFK -, significa una suerte de intervención en el Poder Ejecutivo, en manos del vaciado AF.
No se puede, claro, hacer borrón y cuenta nueva como si nada hubiera pasado. Pero la intención es recuperar la vertical. Con un hombre que pasó por todos los estadios (origen en la UCeDe; ingreso al PJ de la mano de Menem y Duhalde; ascenso vertiginoso en la función pública, secundando a Néstor Kirchner; ruptura con el gobierno de “La Cámpora” cristinista; armado del Frente Renovador; favorito fugaz de Macri, quien lo despachó con el mote de “ventajita”; retorno al Movimiento, conciliador, con la cabeza gacha, ante el misionero Alberto), y que ahora intentará preservar al peronismo en medio de la tormenta perfecta que azota al país y al mundo. Para volver a jugar en los 17 meses que quedan al FdT hasta las elecciones del 2023, buscando revalidar un liderazgo que lo lleve a postularse como número uno en elecciones democráticas. Futurología.
El pragmatismo da para todo. “Si me convencen con argumentos, me sacan lo que quieren; a los palos y cachetazos, no”, había dicho Cristina, quien finalmente logró desembarazarse de los “funcionarios que no funcionan”. Y dará aliento, desde su sitial en el Senado, al plan que Massa empezará a instrumentar la semana próxima, cuando formalmente deje la titularidad de la Cámara de Diputados.
Concentrará áreas y resortes productivos (ya provocó la salida de Daniel Scioli y Julián Domínguez) y relaciones estratégicas internacionales (aquí el eyectado fue Gustavo Béliz) con el apoyo de gobernadores refractarios al kirchnerismo: lo son el cordobés Juan Schiaretti, además del radical Gerardo Morales (“carcelero” de Milagro Sala), el salteño Gustavo Sáenz y el porteño del PRO Horacio Rodríguez Larreta, por mencionar tan solo a algunos notorios.
Anotarse en la carrera por la sucesión, significará destrabar la pulseada con el sector agropecuario, para que se liquiden divisas y se frene la expansión monetaria, amortiguando así los efectos de la carestía de vida en los sectores más desprotegidos y amparados por planes sociales. La inflación estará al tope de las prioridades, como así también la búsqueda de inversiones y dólares en un universo ávido de alimentos y energía. No descuidará a la clase media ni a sus aceitados contactos con la embajada de Estados Unidos.
“Si le va bien, nos puede ir mejor a todos”, confiaron varios de los competidores de Massa, a sabiendas que no largará el hueso. Un acuerdo con un sector amplio de la oposición es clave. Lo dijo el auditor general de la Nación, el radical Jesús Rodríguez: hay que observar más que nunca la evolución de los asuntos globales (post pandemia y guerra entre Rusia y Ucrania) y agilizar la capacidad del sistema político argentino para afirmar reglas de juego aceptadas y compartidas por los ciudadanos, en una época de “desigualdad y violencia”).
Massa no es Cavallo ni Lavagna, aunque con éste tiene lazos que nunca se rompieron. Cuenta con un equipo que establece nexos con actores clave – impuso condiciones en su diálogo con Cristina y Máximo -, y puede ser la llave para abrir una puerta de expectativas que hoy serpentean venenosas por el piso.
Empresarios, sindicatos, movimientos sociales esperan lo que no tuvieron hasta ahora: un programa que permita escalar el laberinto. La movida está hecha. Y el revoltijo es mayúsculo. La desprolijidad caótica se resuelve a su manera entre los «incorregibles»: como ocurrió con la golondrina solitaria Silvina Batakis, quien volvió de Washington como ministra para acomodarse, aún molesta, al frente del Banco Nación.
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