Por Ricardo Santos (Especial para Humanidad)
La primera vez que lo vimos estaba en la entrada, inmóvil, con su hocico y los ojos fijos hacia el interior, casi bloqueando con su cuerpo el corto pasillo de acceso. El pelaje mestizo, de buena calidad, sin rastros de haber conocido demasiado el jabón, su tronco sólido y sin gorduras, sus dientes gastados, aunque todavía útiles y fuertes, demostraban un origen carente de linaje, una alimentación justa y no demasiado delicada y la edad de la madurez.
Su cabeza alzada y la mirada vigilante no prestaban atención al numeroso contingente de pacientes, familiares y personal que a esa hora de la mañana ingresaba al Hospital para atender o ser atendido, la mayoría de ellos debiendo sortearlo con alguna dificultad y con riesgo de tropezar o pisar sus grandes patas que extendía casi hasta el límite de ese territorio ajeno y extraño en constante movimiento, donde había algo que lo retenía y mantenía en actitud de alerta y de espera, prescindente de todos aquellos que pasaban a su lado, de los que lo miraban interrogantes, de los que lo evadían con temor o de los que se acercaban buscando su atención.
El perro había llegado y se había apostado en ese lugar durante la noche anterior, después del arribo de la ambulancia que trasladó desde su domicilio al hombre mayor, seguramente su amo, ingresado sin familia ni acompañante, en mal estado por lo avanzado de su enfermedad y que había fallecido esa misma noche. El animal seguramente había corrido bastante para no perder el rastro de la ambulancia y había llegado al Hospital casi inmediatamente luego de su arribo, y allí estaba, sabiendo que su compañero había entrado por esa puerta y decidido a esperarlo.
La opresión que produjo conocer la causa y las circunstancias de la presencia del animal se reflejaba en la cara de muchos. La ansiedad y desconsuelo que provoca la visión del dolor y del sufrimiento que creíamos agotada o sepultada hacía ya mucho tiempo afloraba impiadosa en todos nosotros. Enfermeras, médicos, personal de vigilancia, técnicos, administrativos, la mayoría curtidos en la tarea de lidiar con la enfermedad y vivir a diario la experiencia de la muerte, todos diestros en el momento de tratar y hablar con pacientes y familiares, acostumbrados a la tarea de comunicar verdades buenas y felices a veces, y otras ominosas, sostener, animar y también consolar, ninguno, sin embargo, conocía el mecanismo que permitiera comunicar a ese perro la inutilidad de su espera.
Quizá él lo hubiera presentido o sabido solo con ver nuestras caras, pero ese día el animal no se fijó en ninguno de nosotros y el día siguiente tampoco, manteniendo siempre la mirada fija en ese punto determinado del interior del Hospital.
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Ese primer día no comió ni bebió, tampoco lo hizo el día siguiente, ni el posterior. Cada día llegábamos con la preocupación y la necesidad de saber acerca de su estado y si había comido, y la respuesta era negativa. Cada día alguien modificaba, mejoraba y enriquecía los alimentos que se dejaban a su lado sin que él los tocara. Durante ese tiempo la presencia del animal en la puerta marcó con un peso desacostumbrado la tarea de todos nosotros; sin nombrarlo, sabíamos que él estaba allí, todavía esperando.
La pérdida de fuerza producto de la falta de alimentación se hacía cada vez más evidente, el animal permanecía echado y con la cabeza sobre la manta que alguien había puesto, más cerca del rincón, como si no quisiera obstruir la entrada. Desde el piso nos miró, creo que por primera vez, con una mirada interrogante y triste que no pudimos sostener. Nadie se atrevió a moverlo del lugar ni tomarlo en adopción, aun cuando muchos tuvieron esa intención. Tampoco lo hizo la representante de la Fundación de animales que prefirió respetar por algo más de tiempo la voluntad del animal.
Entonces sucedió. Ese día se difundió rápido la novedad. Para alegría y alivio de todos nosotros el perro había comido, no mucho, lo necesario, lo justo para que una corriente de tranquilidad se extendiera a lo largo, subiera a los pisos superiores y aflojara rostros y tensiones. Las tareas habituales se hicieron más ligeras y animadas. El trato profesional más distendido y las comunicaciones y diagnósticos, aun los preocupantes, se dieron con mayor optimismo. Preguntábamos qué había comido, qué bocado había sido el preferido y pasábamos por la entrada para constatar cuánto quedaba del alimento.
A partir de entonces y en los siguientes días el perro se alimentó regularmente. Cada mañana, al llegar, el primer paso obligado de todos era el contacto con el animal y la ponderación de su estado y aspecto. Recuperó el color y el brillo del pelaje castigado, la fuerza de su cuello y vimos tranquilidad y confianza en su mirada, ya no alegría, que si alguna vez la tuvo nosotros no la conocimos. Nos miraba a todos y a cada uno, asegurábamos que nos reconocía y aventurábamos quién de nosotros era el más cercano. Hizo cortos paseos para explorar vecindades y pasó sus horas en la manta de la entrada como si ese fuera o hubiera sido siempre su lugar en la vida. Resurgieron proyectos y ofertas de hogares de adopción y se propusieron nombres y apodos para su reconocimiento en el futuro.
Entonces ocurrió aquello que no esperábamos. Ese día, al llegar, todos vieron que el perro ya no estaba. Su lugar acostumbrado había quedado vacío.
Surgieron mil preguntas formuladas casi con enojo. ¿Cómo que no estaba? ¿Cómo que se había ido? ¿Quién lo había llevado? Nadie había sido, ninguno de nosotros, ninguno de los postulados para su adopción, ningún paciente que conociéramos. Simplemente el perro se había ido. Solo quedaba ahora esa manta descolorida e insolente como testigo mudo de su ausencia que acentuaba el desánimo y el silencio y que alguien se apresuró a quitar del lugar. En silencio ese día reanudamos nuestro trabajo. Nadie mencionó desde entonces al perro. Solo quedó aquel lugar vacío en la entrada del Hospital que mirábamos muchas veces al llegar con esperanza ingenua de verlo allí nuevamente aunque sabíamos que ya no volvería. Y nosotros, todos acostumbrados a las pérdidas, no supimos ni pudimos asimilar rápidamente ésta, una pérdida que no entendíamos y para la cual no estábamos preparados. Y nos vimos obligados a hacer nuestro propio duelo. Un duelo absurdo e inconfesado. Diferente de tantos duelos que ocurrieron cerca nuestro y que nosotros habíamos ignorado para no obligarnos a sentir.


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