Literatura Opinión

Osvaldo Soriano y Ricardo Piglia: la política como cultura y solidaridad

Con inocultable admiración, Nino Ramella, recordó hoy al escritor Osvaldo Soriano, nacido en Mar del Plata, hace 81 años. También a Ricardo Piglia (1941-2017), quien en su paso por la ciudad balnearia, descubrió en la biblioteca local un ideal de vida.

El 6 de enero se cumplen dos aniversarios vinculados a dos escritores muy ligados a Mar del Plata. Hace 81 años en una pequeña casa de madera en la calle Alvear -cerca de la Plaza del Agua -, nació en Osvaldo Soriano. Su padre, José Vicente, de origen catalán, había llegado a la ciudad para trabajar como empleado de Obras Sanitarias en la instalación de la red cloacal.

Es indudablemente el más grande escritor marplatense. “No habrá más penas ni olvido”, “Cuarteles de invierno”, “Un sombra ya pronto serás”, “La hora sin sombra” o “El ojo de la patria”, son un legado que enriquece la literatura argentina.

Por otra parte hoy se cumplen siete años de la muerte de Ricardo Piglia. No encuentro mejor manera de evocarlo que estas líneas que mando una vez sobre lo que la Biblioteca Pública Municipal de Mar del Plata:

Princeton University

Department of Romance Languages and Literatures

New Jersey, USA

Me fui a vivir a Mar del Plata en diciembre de 1957. A los pocos días descubrí la Biblioteca que estaba en el viejo edificio de la Municipalidad en la calle Luro, con su falso aire de fortaleza española. Y jamás voy a olvidar la sorpresa y el deslumbramiento que experimenté en aquellos días del verano del 58, al comprobar la riqueza del lugar. Era una pequeña biblioteca de una ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires pero era extraordinaria y muy completa.

Yo venía de hacer mis primeros años de secundario en el Nacional de Adrogué donde el bibliotecario era el poeta Roberto Juarroz, por lo tanto sabía lo que era una buena biblioteca y sabía manejarme entre las viejas fichas escritas a mano y en los catálogos que abrían camino hacia los libros secretos. Y la biblioteca municipal de Mar del Plata a fines de los años 50 era una de las más modernas y mejor organizadas. Era una biblioteca pública, es decir, que prestaba los libros (cinco por semana si no me equivoco) tenía acceso directo a los estantes, había un mostrador y un sistema de referencias muy fluido y eficaz.

Piglia: Un Raskolnivok tímido en su paso por Mar del Plata

Ese primer verano yo me pasaba la mañana en la playa y el resto del día en la sala de lectura del segundo piso (¿o era el primero?) y cuando la biblioteca cerraba me iba a mi casa con dos o tres libros y me pasaba la noche leyendo. Leí más en esos meses que en toda mi vida, quiero decir que después ya casi no volví a leer de ese modo (con la pasión deslumbrada de quien cree descubrir toda la literatura concentrada en un solo lugar, como quien tiene en un escondite en la ciudad, un sitio mágico en el que lo espera todo lo que puede desear).

Estuve casi tres años en Mar del Plata y leí (imagino a veces) todos los libros y cuando me fui a estudiar a La Plata en el verano del 60, ya era otro, era el lector que soy ahora. Y muchas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar la biblioteca de Mar del Plata, donde todo empezó para mí, con la sala tranquila, con las enciclopedias en los estantes bajos de la izquierda y el reloj en la pared del frente, como si esa biblioteca fuera (también para mí) una forma de la felicidad.

Desde entonces he trabajado en muchísimas bibliotecas del mundo pero nada se puede comparar con mi experiencia en aquella pequeña biblioteca de provincia donde leí por primera vez alguno de los libros que he leído luego a lo largo de toda mi vida.

Recuerdo que cuando tomaba el ascensor y bajaba por la salida lateral que daba a la calle Luro, no podía esperar hasta llegar a mi casa (yo vivía en España y Belgrano) y me paraba en la vereda a hojear los libros que llevaba conmigo. Yo era, en aquel tiempo, más inteligente y más apasionado de lo que nunca fui después, una especie de Raskolnikov tímido, solitario y empecinado como el estudiante de Dostoievski.

En aquellos años descubrí la literatura como quien entra por primera vez en un país desconocido y tuve la suerte increíble de tener a mi disposición todos los libros que quería leer. Esa biblioteca que me cambió la vida la habían hecho (como tantas otras en el país) humildes y activos militantes socialistas, muchos de los cuales durante años dirigieron la ciudad. Eran extraños políticos de una raza extinguida, políticos que creían que la cultura era un bien que debía estar a disposición del que pudiera usarla.

Habían pensado que esa biblioteca debía contener una gama amplísima de libros de literatura y de filosofía para que un joven recién llegado pudiera ilusionarse con tener a su alcance todos los libros que quería leer y pudiera también imaginar en el futuro que él mismo podía llegar a escribir libros. Por todo eso, claro, siempre le voy a estar agradecido a quienes no tuvieron otro ideal que hacer de la política una forma de la cultura y de la solidaridad.

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