Por Sergio Elguezábal
«A veces la naturaleza nos envía mensajes»
Darío Sztajnszrajber (en charla con Humanidad)
Ahí voy. Deben ser las 7 y media de la tarde. Busco algo lindo que me ayude a terminar el día. Ando con el hastío que produce la lluvia cuando es larga. Aprovecho a salir ahora que paró un poco. Camino por Rosario desde José María Moreno para el lado de Avenida La Plata. Buscar lo lindo al final del día me hace bien; una fachada de colores, un chocolate negro, alguna vidriera, a veces una mirada.
En esas estoy y me encuentro antes, antes de lo lindo, con una escena que rompe con el zumbar de los colectivos y de las personas que todavía vienen y van. Una pareja discute fuerte a la altura del Parque Rivadavia, sobre el lateral, ahí donde están los puestos de libros y revistas usadas.
En un leve recodo frente a la vereda, una chica está enfurecida frente a un muchacho recostado en una de esas motitos chinas que se sacan en mil cuotas. La moto cruzada y él sobre el asiento negro. La chica parada de frente y con firmeza. “¿Así que tus amigos te dicen cornudo? ¿Cornudo porque decido estar con mi familia o con mis amigos? ¿Así que no puedo tener amigos porque vos sos un cornudo, según tus amigos?” Y remarca el tus. Del otro lado, nada. Él la mira tratando de sostener con su cara el absurdo planteo que le debe haber hecho antes de empezar a discutir. Y ella repite el argumento, recalcando el tus y el cornudo. Tendrán unos 24, 25 años.
Cargo con esa voz indignada un buen trecho, hasta que dejo de escucharla por lejanía. Voy hacia lo lindo, lo encuentro pasando la avenida, me entretengo con otras cosas, vago sobre la humedad. Vuelvo con lo lindo en mi mochila. Lo tendré conmigo esta noche. Repaso sus formas, saboreo esa presencia, desando el camino. La plaza, los juegos, los árboles frente a la calle y ellos dos. “¿Cornudo? ¿Así que tus amigos dicen que sos un cornudo?» Habrán pasado unos 15 minutos y el cristiano de la moto seguía recibiendo su baño de palabras cargadas de sentido, de dolor y de hartura, una saturación mucho más honda que mil días de lluvia sin parar.
Decido ser testigo otra vez, camino más lento haciéndome el pavo y pienso algo que seguramente es muy obvio pero es lo primero que me viene: no tenemos ni idea de todo lo que nos falta aprender. A las masculinidades. Ni idea tenemos. Claro que me identifico. Soy pecador. Soy uno de esos. Tengo las mismas rusticidades del que está siendo humillado a la vera del parque.
Trato de repasar lo que ellas vienen haciendo desde hace mucho tiempo como un ejercicio que nos ayude a entender lo que tenemos por delante. Encuentros, lecturas, resistencias, intercambios, compromiso, ir y volver hacia adentro, el encuentro con las tripas y con el corazón para saber qué quieren y lo que ya no. ¿Cuándo vamos a empezar los varones?
Hay un escrito, de no sé quién, que encierra un fragmento representativo de lo que quisiera decir en el final: «¡Me acaricié. Me perdoné. Me recosté sobre mi hombro. Me nombré con mi propia voz. Y me encontré. Distinta pero intacta. Me tuve otra vez. Me tengo otra vez. Y entonces, magia!
Tengo las llaves de las puertas que quiero abrir.
Acá, adentro.
Afuera solo están las cerraduras.
Pero yo decido dónde y de mí depende cómo.
Yo decido dónde.
Yo elijo cómo.
Yo elijo con quien.
Yo decido qué quiero.
Yo decido qué merezco y qué quiero».
Eso deben haberse dicho alguna vez, muchas veces, en diferentes lugares, entre muchas de ellas.
Llego a mi casa, desato la mochila, ahí dentro lo lo lindo: un tomate aplanado, desaliñado, con varios surcos, bien maduro. Me hace acordar a los que crecían en el campo frente al galpón. Tomate platense, esa era la variedad. Partido al medio, con sal y un poco de aceite. Aceite de maíz, como el que usaba mi abuela en Palantelén. Tomate al medio con un poco de arroz marrón. Es una buena cena. Me deja cierto margen de lucidez para escribir y compartir esto que vivo y siento.


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