Cuento

Doña Sara Sclark

Para aquellos que vivieron en "casas chorizo", les traerá reminiscencias este cuento de Gloria Cardoso, incluido en el libro "Hombres y mujeres...al fin". Está dedicado a Doña Sara, aunque un primer amor se esconde en el relato.

Por Gloria Cardoso

Doña Sara vivía junto con su esposo Jaime y sus muchachos Moshe e Isaac en el departamento 3. El 1, que daba a la calle, lo ocupaba una imprenta y el 2 los Catalán, dueños del comercio. El 4 lo habitaban los Garavano, una familia típica idéntica a la mía y en el 5 estábamos nosotros, en el único departamento que tenía un árbol en el patio, usado muchas veces por mi hermano para colgar su trapecio. Estos fueron mis primeros vecinos, a los que atesoro con amor en mi memoria.

Precisamente a los 4 años tomé noción de que Moshe – de alrededor 30 -, era mucho más hermoso que cualquiera de mis muñecos. Buen mozo, tímido, virtuoso, altísimo, o por lo menos así lo veía yo desde mis 70 centímetros. Leía grandes volúmenes de Mitología Griega e Historia Univeral (que muchas veces me permitió ojear) y tocaba el piano. ¡Qué hermoso e inolvidable fue escuchar por primera vez la Quinta Sinfonía!

Doña Sara había notado mi embeleso ante la sola presencia de Moshe y cuando este llegaba por las tardes asomaba su cabeza y suavemente llamaba: «Gloria, llegó Moshe. ¿Querés escuchar el piano?». Modosita y coqueta, luciendo alguno de los modelitos que me hacía la tía Liol, corría al encuentro de mi ídolo, quien me levantaba a «upa», me daba un corto beso en la mejilla y me depositaba suavamente a la izquierda del piano al que yo veía tan negro y tan alto. Enseguida comenzaba a desgranar obras clásicas, valses, jazz y algo de música judía que hacía que Doña Sara se acercara con las manos estrujando su delantal y la mirada meláncolica y húmeda.

En medio de mi silencio (absolutamente insólito), Doña Sara llegaba con un banco chiquito y unas frituritas dulces muy similares a buñelos, pero con un sabor étnico indescifrable. Yo los comía callada «como una señorita» y dejaba que mis ojos descansaran en las blanquísimas manos de Moshe, de dedos finos, largos, con escaso y sedoso vello. De tanto en tanto me miraba y con mi boca llena de granitos de azúcar y brillante de aceite le regalaba mi mejor sonrisa y mi mayor sonrojo.

De a ratos, Doña Sara se asomaba para ver mi plato y con un gesto sigiloso lo volvía a reponer. Un rato después me decía con voz dulce pero firme: «Está oscureciendo, voy a acompañarte a tu casa». Tomaba una gran servilleta, me limpiaba dedo por dedo y fuertemente la boca, me alzaba para que saludara a Moshe y nos íbamos muy abrazadas hasta la puerta del 5 donde me esperaba mi mamá.

Otros días, Doña Sara me dejaba tocar y admirar raros objetos de adorno que no existían en mi casa. O retaba a Isaac que llegaba tarde sin avisar. O me ponía un delantal para que la ayudara en la preparación de gefilte fish.

Tengo vívida la imagen de Doña Sara, pero siempre en su ámbito hogareño: haciendo las cuentas que le alcanzaba a Don Jaime, quien tenía la tienda muy cerca de allí; cocinando presurosa; hamacándose en sus brazos regordetes; lagrimeando junto al piano o escribiendo extensas cartas. Nunca me di cuenta si recibía visitas o tenía otros parientes. Pero sí que yo era importante en su vida. También lo fue ella en la mía, porque la evoco con cariño, acariciando su recuerdo como una joya preciada y trayéndola suavemente a mi memoria.

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