Por Martín Kohan (Perfil)
Acierta en un sobrepaso, por destreza y por audacia, y parece un hecho cierto su grandeza cosumada. Luego pega, por mal cálculo, contra un muro inexorable, y otra clase de evidencia se impone: la del fracaso aplastante, la de la frustración definitiva.
Al vértigo de ese vaivén, queda expuesto Colapinto: de a ratos es un Fangio, de a ratos, Esteban Tuero. Un día se lo aclama en masa: es el gran campeón del levante; otro día se lo condena, está en la joda, se desconcentra.
La tara del binarismo impera tristemente en este tiempo: aplasta y reduce todo, impide la comprensión de textos, arruina hasta las entrevistas sencillas. No es extraño que derive, ya en sus faz más extrema, en cierta bipolaridad de vértigo: en una oscilación siempre drástica entre euforia y depresión, la grandeza o la catástrofe. Cierta idea de lo argentino, se dirime en Colapinto.
La retórica banal del hashtag nos fue acostumbrando a las frases vacuas en la política: el mejor, el mejor de la historia, el peor de la historia, la primera potencia mundial, la peor crisis de la historia. El delirio megalómano encontró ahí su forma exacta: pero de paso nos habituó un poco a todos al engaño de la continua hipérbole. ¿Qué será de Colapinto? No se sabe. ¿Y qué será de la Argentina? Tampoco. Pero en caso de pegarnos de nuevo, como ya ha pasado, contra una pared, con piloto y copiloto repetidos, no será una fatalidad o un destino: será simplemente una mala maniobra, producto de una mala elección.


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