Por Sergio Sinay
Hace once meses esperábamos a 2024 como el “Año Nuevo”. En pocos días lo llamaremos “el Año Pasado”. Con esa velocidad lo nuevo se convierte en viejo. En lo nuevo depositamos deseos, expectativas, fantasías, idealizaciones, propósitos. Más allá de que se cumplan, no, su paso será nuevamente fugaz, según lo imponen estos tiempos líquidos. En cambio, lo pasado, lo “viejo”, será depositario de lo realmente vivido, de lo que nos atravesó, nos modificó, nos entristeció, nos alegró, de las decepciones y sorpresas, de las frustraciones y logros, de las pérdidas y las revelaciones. Lo nuevo pasa, lo viejo queda. Entramos a lo nuevo constituidos por lo viejo, por lo que nos pasó, por lo que vivenciamos en cuerpo y alma. Lo viejo fue vivido y está impreso en nosotros, consciente o inconscientemente. Lo nuevo, hasta que ocurra, y según cómo ocurra, es ilusión.
Somos lo vivido, lo que vamos buceando en las aguas profundas de la existencia. Cuanto más nos sumergimos en ellas, cuanto más tiempo, atención y compromiso le dedicamos a esa inmersión, más sentido le agregará cada año a nuestra vida, más tendremos para agradecerle (con dolores incluidos) cuando suene el último minuto de ese año. Si solo nos dedicamos a surfear la vida, a pasar veloces por su superficie, descartando cada experiencia, ansiosos por “lo nuevo”, por lo próximo, más rápido, y acaso más vacíos, más insatisfechos, nos encontraremos de cara al próximo año “nuevo”, y al próximo, y al próximo…esperando que la novedad por sí misma haga magia en nuestras vidas. Devorando el tiempo, sin apreciarlo, sin experimentarlo, como sucede con todo, momento a momento, en esta cultura consumista, adicta a lo banal, que adora lo nuevo (desde lo material a lo espiritual y emocional, desde objetos hasta relaciones) y con la misma velocidad lo descarta.
Que el próximo año sea un punto en el tiempo en el cual nos detengamos para apreciar, entender y agradecer lo vivido. Y que cuando termine, dentro de doce meses, lo haga como un año viejo y sabio.


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