«Acostarse temprano, levantarse temprano, trabajar como un demonio y hacer publicidad»
Por William Scholl
Hay un refrán, atribuido al filósofo Joseph De Maistre, que dice algo así: “Los pueblos tienen los gobiernos que merecen”; solía oponérsele a modo de juego de palabras, uno atribuido a otro francés, nada menos que el polifacético Andre Malraux: “Los pueblos tienen los gobiernos que se les parecen”.
Creo más que nunca que era Malraux el que la tenía clara. Entonces, visto el alto apoyo que goza esta autocracia psiquiátrica que nos gobierna, más allá de algún éxito numérico que mejora las sensaciones – inflación aplacada, regreso de las compras en cuotas -, pero que no puede ser visto fuera de un contexto de caída del consumo y empobrecimiento que golpea duro, es hora de ir pensando en la comprensión de los sentimientos ajenos ¿No será que la gente se parece más a (Javier) Milei qué lo que creemos y por eso empatiza con su estilo y actitudes?
Está muy instalada y aceptada la idea de que las derechas saben usar muy bien las redes para difundir sus relatos y sembrar el odio; que son muy eficaces en el uso de ese poder de comunicación. Pero se olvidan de algo fundamental, que a la derecha las redes le sirvieron para otro fin tan o más importante que el de comunicar su mensaje intencionado: conocer a la gente tal como es y saber con quiénes realmente iban a operar. Las redes se volvieron la fuente reveladora por antonomasia de la verdadera alma de “una enorme y significativa cantidad de gente” (evito a propósito decir “la gente”), la que sacan a relucir cuando se liberan del miedo a quedar expuestos o a ser confrontados cara a cara. Es un alma repleta de egoísmo, mala leche, crueldad, ingratitud, burrez, insolidaridad, intolerancia y violencia, capaz de agachar la cabeza ante el poderoso y hacerse la dura con el débil, que se arruga ante el maltrato del poderoso y es desagradecida frente al que le tiende una mano, entre otros rasgos distintivos. Entonces comprendieron que si actuaban de igual forma reflejando esos rasgos, iban a encontrarse con un sentido de pertenencia impensado, con un manto de empatía que aún pugnaba por encontrar identificación.
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El progresismo, por el contrario, tiene el problema que opera en todo sentido con una versión idealizada de la gente que no es real, hace una proyección hacia toda la sociedad de sus deseos tomados a imagen y semejanza de las personas con más altos valores humanos que conoce, pero no repara en que esos ejemplos son las excepciones y no la generalidad de las masas. Gente que, en su mayoría, se parece más a las peores personas que uno conoce que a las mejores. Es como si existiera una negación a reconocer que existe algo así como un sujeto promedio que no es solidario, que le importa un bledo el otro, que es envidioso y rabiosamente competitivo, que disfruta ocultamente del placer del mal ajeno, que le resbalan los eslóganes sensibles interesados en la suerte del otro. Ese que lee que los jubilados no tienen para remedios o que a los del Garrahan les pagan dos mangos y su reacción empática dura diez segundos para dejar paso a un bueno que se jodan, a mi me importa lo mío. Un progresismo dominado en los últimos años por la cultura victimista que conduce a esos enormes errores de percepción. La cultura progresista al ser esencialmente una búsqueda de mejorarle la vida a las personas comunes menos favorecidas en el sistema económico, tiende naturalmente a enaltecerlas en todos los sentidos, porque subyace en esa actitud un espíritu de rescate. Esta idealización de la víctima – si es víctima es buena -, fue como una especie de consecuencia subjetivizadora del impulso de rescatar a los que menos tienen y más padecen las injusticias del sistema. Y ahi aparecen los contornos erróneos del victimismo, esa creencia de que la condición de víctima enaltece en si mismo a la persona que la porta, ignorando que en la trama social existe una red de interacciones que implica que la condición de víctima y victimario se intercambie todo el tiempo esparcida entre todos; por lo que nunca para una persona en particular o un determinado grupo caracterizado de personas, puede ser la condición de ser víctima de algo o alguien, un indicador de posesión de atributos propios superiores a los comunes.
Las derechas obraron como gigantescas reveladores de hipocresías y captaron todas esas enseñanzas que les dieron las redes al mostrar el rostro desnudo de esa “enorme y significativa cantidad de gente” que, libre de ataduras, protegidas por el anonimato e incitada por los grandes medios con poderosos recursos de comunicación, encontraron una referencia de representación a la cual dirigir todas esas pulsiones odiosas, sedientas de expresar ese sentido de justicia que encuentran en la crueldad, y que que tuvieron que dejar sepultados entre tanto victimismo y tanta apología de la sensibilidad.
No deberíamos sorprendernos más cuando ante el grito «la justicia social es una aberración», no surge el repudio que esperamos. Sepamos que convivimos con millones que creen que lo justo es que el menos favorecido sufra.


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