Por Sergio Sinay
Trabajar es de ingenuos o de perdedores. Desde los 90 hasta hoy esta idea se impuso como dogma en dos tipos de personas. Las que nunca vieron trabajar a sus antecesores porque estos fueron excluidos para siempre del sistema. Y las que nunca vieron trabajar a sus antecesores porque estos encontraron atajos para la “guita fácil” y la plata dulce en el capitalismo financiero que eliminó al capitalismo de producción.
Los primeros roban y matan para sobrevivir. Los segundos especulan (ponen a “laburar” al dinero en lugar de hacerlo ellos) y crean nuevos atajos: timbean en cuevas y otras formas de casinos financieros, crean negocios virtuales de los que es posible huir rápidamente o juegan con criptomonedas, un dinero irreal, invisible, intangible en el que gana el más veloz, el que escapa antes de que todo se esfume y quede el tendal.
Hace tiempo que el trabajo dejó de ser una fuente de sentido, de identidad, de trascendencia, de cooperación, de integración social. Trabajar es de ingenuos o de perdedores. Eso es lo que piensan quienes, por una razón u otra, jamás experimentaron de qué se trata.
La cultura predominante hoy fomenta y premia el arribismo, el ventajismo, el egoísmo, la impiedad, la indiferencia. El narcisista irresponsable es el héroe de esa cultura. Ni trabajar, ni producir. Ganar rápido y por cualquier medio, ese es el dogma, la religión. Y además de sus sacerdotes (los creadores de atajos) están los millones de feligreses que, por una cuestión de fe, creen en la Biblia especulativa y una y otra vez, esperando la magia y el milagro, se entregan a ser estafados nuevamente.
Lo más grave acontece cuando la cultura especulativa patea la puerta de la política y recluta mascarones de proa entre los gobernantes. Gobernar es una tarea de mucha responsabilidad. Hay que articular intereses distintos con la mirada en el bien común, hay que generar visiones convocantes para que la dignidad de las personas y sus posibilidades de realización se concreten. No es discriminar, insultar, no hacerse cargo de las consecuencias de las propias acciones. Y, mucho menos, es timbear y fomentar la timba. Porque se puede perder. Y mal.
- Imagen destacada: Federico Luppi y Julio de Grazia, en Plata Dulce (1983)


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