Opinión Sociedad

Viejos (jubilados) muertos de hambre, son la parte del consenso democrático que no se rompió en la Argentina

El personaje principal de la nota de Jazmín Bazán, pareciera ser El doctor Tangalanga (1916-2013), quien patentó la frase: "Viejos sí, pero de mierda también". Va mucho más alla: Cicerón, Bioy Casares y Enrique Symns, instruyen sobre gerontología.

Por Jazmín Bazan (Panamá Revista)

Decía Tangalanga en una de sus grabaciones inmortales: “En este placard hay neblina: uno busca un sobretodo y a lo sumo encuentra un calzoncillo”. Por cada llamada, una metáfora absurda de la absurda realidad argentina. El primer troll argentino fue analógico y jubilado. Tangalanga, ingeniero del caos telefónico. Anónimo, masivo. El bait antes del bait. El remate quirúrgico en medio del desvarío verbal y la confrontación.

Conocía la cadencia de la calentura porteña y se anticipaba al insulto predecible, inevitable, cantando retruco. Su as bajo la manga: “Viejo sí, pero de mierda también”. O alguna de sus variaciones: “Viejo sí, pero puto también” (el guiño queer dentro de su machismo de pícaro criollo). Porque lo peor que puede hacer un viejo – esa identidad universal, negada e inexorable –, es no avergonzarse de serlo. Y ahí sí, entró la bala.

En el 44 a. C., Cicerón escribía De senectute, probando que la vejez es un problema tan antiguo como la Antigüedad. En un diálogo ficcionado, Catón el Mayor, con 84 años, intentaba convencer a dos jóvenes estadistas romanos de que la vejez no era una condena. Y los invitaba al club: “Quieran los dioses que lleguen a ella”.

Pero su ideal de vejez era otro: con tiempo, con arte, con libros, con discípulos. Imaginaba a Platón o Sócrates, no a quienes pasan la mañana en la fila de PAMI esperando un turno.

Aunque entendía que la abundancia no podía compensar la necedad, sentenciaba que la miseria lo agravaba todo. “Ni siquiera el sabio puede afrontar la vejez de manera llevadera en medio de la más profunda indigencia”. Argentinos: católicos, apostólicos y también romanos.

“Como en el adolescente hay algo de senil, también en el anciano hay algo de adolescente”, advertía Catón. Bioy Casares trajo esa idea a las letras locales contemporáneas, convirtiéndola en el epicentro de la disputa generacional del Diario de la Guerra del cerdo“Matar a un viejo equivale a suicidarse”, planteaba uno de los personajes, justificando la aprehensión de un sector de la juventud a tocar a los mayores. El protagonista respondía: “¿No será más bien que la miseria y la fealdad de la víctima vuelven desagradable el crimen?”.

Enrique Symns, señor de los mil venenos, alertaba que este es un mundo de jóvenes que olvidan su origen y de viejos que no recuerdan el destino. Como si dijeran, con Tangalanga: “Nosotros quisiéramos bombones rellenos, pero el relleno aparte”.

En este cuarto de siglo, los jóvenes ya no piden perdón y los viejos son obligados a pedir permiso. Una guerra del cerdo reloaded, donde la gerontofobia se reconstruye sobre la base de la meritocracia (“el que no aportó es porque no quiso”) y las consecuencias más espinosas del antiestatismo (“envejecen para cobrar la seguridad social”). Argumentaba uno de los cruzados del libro de Bioy: “Algunos viejos no se cuidan lo más mínimo. Casi diría que provocan”. Y otro, proto-trader tuitero que aún vive con sus papás: “Admitamos que últimamente cunde una ola de criminalidad senil. A diario leemos noticias al respecto”.

Symns la vio, mucho antes del final. Criticaba de igual manera a los jóvenes indiferentes y a los “muertos de hambre, que trabajaron toda la vida y no se roban ni una uva”. Escarbaba, hasta en su propio cuerpo, para encontrar la mirada de “un tigre que acechara en el viento el paso del tiempo, para matarlo”. Pero solo encontraba los ojos del miedo, la melancolía triste.

Otro viejo, sí, pero de mierda también. Un virus en la mente que pagó tempranamente su derrotero de escritura, libertad, música, sustancias, vodka con Gancia. No solo con su deterioro físico, sino con el abandono por parte del sistema y las amistades (hippies devenidos yuppies, “que soñaban con ser héroes y ahora cobran un sueldo”).

Pero si en los ochenta la transgresión era un pacto entre marginales, con el paso de las décadas, se convirtió en una condena de clase extendida definitiva. Mientras el trap idolatra a Gucci, la tercera edad vuelve a ser caldo de cultivo del punk, entre los crímenes (de los que es víctima), las drogas (recetadas), la pobreza, el ruido y el hartazgo.

¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos… (en los que podíamos morfar)? La nostalgia, que para Symns era anestesia, dejó de ser refugio. Los viejos se cansaron de mendigar. Van del Congreso a la calle Figuerola de Tangalanga (“agarrame las dos…”), porque la paciencia se les gastó, como todo lo demás.

Los jubilados cagados de hambre representan la parte del consenso democrático que no se rompió. Promesas retiradas, fallecidas con una cautelar. Otra vez, una definición política accidental de nuestro viejo el dotor: “Imaginate cómo habrás arreglado el techo, que cuando llueve salimos al patio”.

Symns anticipaba, en un artículo de la Cerdos & Peces, que cuando llegara la muerte, quedaba enfrentarla “como corresponde: mirando hacia las tormentas, yendo hacia el peligro, buscando a los nobles”. Quizás más de uno retome ese pensamiento, no (siempre) por épica, ni por convicción histórica o afanes poéticos, sino porque no queda otra. Porque como podría haber filosofado Cicerón en un llamado telefónico de línea: “Acá el toilette desbordó y estamos nadando entre la mierda”.

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