Por Eduardo Gómez Zaragoza de la Rosa de Córdoba
Más allá de las desigualdades e injusticias, vemos lo que pasa y pasamos al ver. Porque para poder sentir hay que estar vivo, no como Carl, mi viejo conocido de Transilvania.
Carl, también conocido como Carlos, me envía consejos de vez en cuando. Es de los pocos que lo hace, porque los secretos de este juego uno se los aprende solo. No es que los demás no quieran compartir un poco de su sabiduría, sino que la cosa sale así. Cada quien va por su lado. Y en el momento en que se puede compartir, se hace desde la comodidad del que ganó ciertas luchas.
Es en esas cenas con amigos donde me digo a mi mismo: ¿si eso mismo que cuenta Juan me lo hubiera dicho diez años atrás, habría servido de algo para no ser tan vulnerable en esta sociedad? Hablo en general, pero me refiero estrictamente a mi problema, que es el amor.
Porque es muy difícil ser vulnerable a todo. O ser canchero en todo. En algo nos vamos a sentir incómodos. Y lo peor de todo es que por más conocimientos que tengamos, ese malestar, esas ideas, probablemente vuelvan a aparecer. Es decir que convendría que Juan repitiese la oración concientizadora cada día de la semana, cosa de no andar desprevenido cuando el mal salte.
Qué curioso, me parece que esto mismo es lo que hacen las Iglesias. Las casas del Señor protegen la palabra, que se transmite de generación en generación. Entonces, suponiendo que los centros religiosos fueran el bien puro, todos tendríamos que ir ahí a advertirnos. A escuchar la fórmula.
Eso se hizo durante un largo tiempo, en la Edad Media, donde el diezmo era obligatorio y la autoridad eclesiástica indiscutible. ¿Había sabios por todos lados? No, porque la verdad absoluta no existe, pero también por el hecho de que podemos tener oídos pero no oír. No es lo mismo decidir entre ir o no ir a la fiesta que no poder verla.
Hay momentos donde se hace muy difícil aceptar algo, ya sea la realidad, una doctrina o una creencia. Por esta razón se dan los conflictos, donde juegan muy fuerte los sentimientos. Cuando quiero tanto a alguien pero no me doy cuenta que es un reflejo de mis proyecciones, ¿qué cura (entiéndase sacerdote) puede hacerme comprender que la razón por la que no me contesta los mensajes es que no tiene interés en mi?
Pero de un momento para el otro se hace la luz. Podríamos asimilarla a la teoría de la reminiscencia de Platón, en la que el conocimiento del mundo de las ideas, de lo inmutablemente bueno, justo y bello, de repente se descubre al ser escuchado. Esto ocurriría porque toda alma vivió en el mundo inteligible, hasta que cayó en el río del olvido.
Y henos aquí, chapoteando en el agua, donde podemos salir y entrar. El único que conoce los secretos realmente reservados es Carl. Él nos mira desde lejos, deseando nuestra soledad, nuestra angustia. Porque es el único que puede saber sin ser, y ver sin ser visto. Ahora que lo pienso, ¿podrá desear? Me olvidé de preguntárselo.


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