Por Franco Bronzini (Clarín)
¿Cómo lograr construir un principio de libertad del hombre y de la iniciativa humana en un mundo dominado por el caos, el desorden, la fortuna? El gran dilema de Maquiavelo, “el mayor truco que jamás hizo el diablo fue convencer al mundo que no existía” (de la película, Los sospechosos de siempre).
Billetera mata galán, el mérito mata a la suerte y el diablo siempre mete la cola. Es habitual escuchar a los emprendedores formato Silicon Valley, contundentes ganadores de la globalización, referentes éticos y estéticos, sentenciar en sus casi siempre idénticas charlas, que el secreto del éxito es uno solo e irrefutable: doce horas de trabajo diario, ignorando hasta la ofensa cualquier referencia a la genética y a la suerte.
Algo así como que me pongo doce horas a patear la pelota y puedo ser Messi. Eliminar la suerte de nuestras vidas , a pesar de que buena parte del poder del capitalismo occidental se basó en ella, o al menos así lo entendieron quienes como Dante y Maquiavelo ayudaron a construir los cimientos culturales de lo que aún hoy, quien sabe hasta cuando, es la hegemonía occidental.
Maquiavelo y Dante, dos florentinos que pertenecieron al tiempo y al espacio con mayor cantidad y concentración de genialidad y perversión: el Renacimiento en Florencia, capital financiera y cultural de Europa, del que solo queda una versión edulcorada, coqueta, servida en dosis fáciles de asimilar por los organismos sintéticos y veloces del siglo XXI.
Dante y Maquiavelo escribieron sus obras maestras, La Divina Comedia y El Príncipe, desfigurados por la angustia y el miedo de los desterrados, aferrados cada uno a su inteligencia e intuición descomunales, como único antídoto para combatir el veneno de quienes sentenciaron su destino y única arma para pelearle al infierno que estaba consumiendo a la península itálica, mientras se escondía en la belleza de las obras de Miguel Ángel y Rafael, para hacerle creer al mundo que no existía.
Como ahora quizá, porque al fin y al cabo Lorenzo el Magnífico y Elon Musk, no son tan distintos, salvo en la astucia y la sofisticación del primero. Tampoco el Papa Bonifacio VIII y Donald Trump (gemelos separados al nacer).

Para Maquiavelo la crisis es el centro esencial de toda su reflexión, y en su interior, la Fortuna, cumple un rol fundamental, el centro neurálgico de toda experiencia humana, intelectual y política.
Por eso se empeña con todas sus fuerzas en identificar las vías para enfrentarla, inclusive aquellas más extremadamente excesivas y locas, ya que con medios ordinarios no es posible contrastar su poder y su predominio.
Solo desafiándola en su terreno, con acciones y elecciones imprevisibles, inesperadas, justamente excesivas y locas, como El Príncipe, puede ser obstaculizada en sus caprichos.
Cuando se vive en tiempos de locura, la locura es el único camino a recorrer, asumiendo hasta el fondo el riesgo de lo desconocido, de lo que pueda suceder. Pareciera que el Presidente entendió muy bien a Maquiavelo, porque en Javier Milei, El Príncipe, obra construida sin filosofía a base de ejemplos, está presente en cada uno de sus gestos.
Es posible que le deba a la caprichosa Fortuna, el cargo. Para el Presidente son más importante los afectos, que los méritos. Basta ver quiénes ocupan los roles centrales de su entorno político. Algo que debería repugnar a su séquito de apologetas de la meritocracia (¡qué difícil es hablar de meritocracia en la Argentina después de que el ex presidente Alberto Fernández los hiciera! ¿Cómo defender los principios liberales después que Carlos Menem los profanara?).
Pero pareciera, que como la Ley, que en la práctica no es igual para todos, este concepto solo aplica como vanagloria o para humillar al enemigo, los losers progresistas y liberales. En los afectos, como ser hermana o hermano de, la suerte es todo. En épocas de tecnofeudalismo, como define Yanis Varoufakis al sigiloso sucesor del capitalismo, el mérito se desfiguró hasta volverse irreconocible, y lo que es peor, se convirtió en un dogma con el espesor de un latiguillo.
¿Recuerdan el escándalo que azotó en el 2019 a las más prestigiosas universidades estadounidenses, cuando fiscales federales desenmascararon un sofisticado y millonario plan para conseguir la admisión de sus hijos en dichas instituciones? Michael Sandel escribió, desde su Cátedra en Harvard: ¿por qué padres que podrían asegurar el futuro de sus hijos con un fideicomiso, se aventuraron en este crimen? porque buscaban algo más, ese caché meritocrático que la admisión en una universidad de elite confiere.
En momentos como este, continua Sandel, en que la ira contra las elites ha llevado la democracia hasta el borde del abismo, la del mérito se convirtió en una cuestión urgente, como repensar el rol de la suerte. Hacerle creer al mundo que ella no existe, es tan peligroso como el engaño del demonio, que nos hizo creer que él tampoco existía. El saber vuestro no puede hacerle frente: ella (la Fortuna) prevé, decide y ejecuta su reino como cada Dios el propio (Divina Comedia, Infierno VII, Dante Alighieri).


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