Opinión

Quejas de un automovilista por las velocidades límites entre Dolores y Madariaga

Iglesias Illa, actual director de Seúl, parece no saber del pingüe negocio de los juzgados civiles y la municipalidad de Dolores, con las infracciones de tránsito. Algo desliza, igual, en esta sabrosa descripción de su viaje a la costa atlántica.

Por Hernán Iglesias Illa (Revista Seúl)

Estuve el fin de semana en Cariló con unos amigos que muy generosamente siempre nos invitan. Pero tengo menos cosas interesantes para decir sobre nuestros tres días entre el bosque y la playa que sobre el viaje en auto y las reflexiones que me generó, mientras manejaba, acerca de la ambición regulatoria del Estado y la feminización del transporte vehicular.

Uno se acostumbra al viaje a la Costa porque lo hace como por un túnel, sobre todo desde el desvío en Dolores y la travesía sin humanos hasta Madariaga, por los partidos de Tordillo y Lavalle, que tienen una densidad de población similar a la de Mongolia. Ante tanto aburrimiento sólo queda distraerse con los carteles de los límites de velocidad, que por alguna razón cambian todo el tiempo, sin explicación ni consistencia aparente. En realidad, desde la llegada hace unos años de las cámaras policiales, es casi obligatorio estar alerta a los carteles. Uno queda solo en ante la inmensidad, puro campo y horizonte, ninguna edificación a la vista, pero el Estado se aferra a lo poco que tiene para recordarnos su presencia vigilante. Pre-cámaras, uno iba por la ruta como por un paraíso libertario, solo frente al Universo. Ahora, el Gran Hermano al que le dimos el monopolio de las reglas de convivencia lo ve todo.

O casi todo, porque una de las cosas que me hace gracia en los viajes a la Costa Atlántica es ver cómo camionetas que venían a 140 o 150 kilómetros por hora de repente frenan para ir un ratito a 80, alertadas por Waze o alguna otra app, para luego salir otra vez disparadas. Esto genera un baile medio farsesco, en el que el Estado hace que controla y los conductores hacen como que obedecen. Todos hacen su negocio, porque el Estado sigue agarrando a los menos avispados y los más impacientes pueden seguir manejando a la velocidad que quieren. ¿Cómo debe portarse un buen ciudadano en una situación así? ¿Censuro, como está de moda, a los dueños de las Hilux y las Amarok? No, no lo voy a hacer, por razones que intentaré explicar.

Los límites de velocidad en las rutas argentinas tienen dos problemas. El primero es que cambian demasiado, porque las provincias y los municipios están autorizados a poner límites más bajos si así les parece. Para bordear Chascomús, por ejemplo, en la Ruta 2, hay tramos donde el límite baja a 80 km/h, después sube a 100 km/h, después vuelve a bajar (en un momento incluso a 60 km/h) y después vuelve a subir, muchas veces sin que se entienda la diferencia entre un tramo y otro. Lo mismo en los alrededores de Madariaga, entre la Ruta provincial 56 y, después de girar hacia la costa, en la Ruta 74: el límite baja a 80 km/h cuando uno todavía está rodeado de puro campo; después ve una rotonda, entiende un poco mejor, pero igual sigue pensando que nada de esto tiene mucho sentido. En la mayoría de estos descensos abruptos de la velocidad máxima, por otra parte, hay una cámara policial.

El segundo problema es que los límites de velocidad son demasiado bajos. Una ley nacional de hace 30 años estableció que la velocidad máxima en las “semiautopistas”, como la Ruta 2 o la Ruta 11, que no son autopistas completas porque tienen entradas y salidas al mismo nivel, es de 120 kilómetros por hora. En las autopistas reales, como la Panamericana o el Acceso Oeste, el límite es de 130 km/h, la velocidad máxima a la que se puede manejar legalmente en la Argentina. Estos límites, quiero decir, me parecen demasiado bajos, sobre todo para estas rutas de cuatro carriles o más donde no hay riesgo de choques de frente (no opino sobre los límites de velocidad en las rutas de dos carriles, infinitamente más riesgosas, la construcción de autopistas, full o semi, debería ser prioridad de cualquier gobierno). Propongo subir el límite en autopistas y semiautopistas a 140 kilómetros por hora.

Mi argumento para esto es doble. Por un lado, los autos modernos son mejores y más seguros que los de 1994, cuando se aprobó la ley. Yo, por ejemplo, tengo un Ford Fiesta de 2018, un auto gauchito que no fue nunca al mecánico pero está lejos de ser un velocista. Y aun así siento que puedo manejar a 130 km/h sin perder nada del control que tengo a, digamos, 80 o 100 km/h. Treinta años de tecnología deberían ser incluidos en el mix de política pública. El otro argumento es que muchos conductores ya manejan por encima del límite de velocidad, sobre todo en las rutas entre ciudades. Alguno me dirá que esto no es un buen argumento, que hay que martillar los cerebros de esos conductores hasta que respeten los límites. Pero eso no ocurrió nunca ni va a ocurrir nunca. ¿Por qué el Estado permite la producción y la venta de vehículos que pueden ir a velocidades prohibidas en todo el territorio nacional? Parece la pregunta de un chico de ocho años, pero la única respuesta posible es que el Estado conoce lo irregular de la situación y la tolera, porque la sabe inevitable.

Además hay otra razón, que me da vergüenza admitir porque tiene el tufillo de la masculinidad tóxica, pero acá va: manejar rápido está bueno. Listo, lo dije. Tener auto y salir a la ruta es una de las mayores sensaciones de libertad que puede tener un oficinista de clase media, esclavo de todo menos cuando atraviesa la Pampa. El auto propio, sueño eterno de los ‘60 para acá, ya no sólo de varones, pero demonizado cada vez más por las ONG viales, por urbanistas de todo tipo y por el propio Estado, que tratan al automovilista como al mayor depredador del ecosistema de transporte. Cualquier que haya prestado algo de atención al debate público de las últimas décadas habrá notado que los ciclistas son ángeles, los pasajeros del transporte público ciudadanos ejemplares y los que van en auto villanos perfectos, machos inseguros (aunque sean mujeres) a los que hay que castrar y domesticar. Esto es parte de una tendencia más amplia de feminización de nuestra cultura (más cuidado, menos competencia) y no digo que estas medidas estén mal o bien, seguramente la mayoría está bien. De hecho casi no uso el auto en la ciudad, viajo bastante en colectivo y sobre todo camino, porque vivo a ocho cuadras de la redacción, una de las muchas cosas que me hacen sentir privilegiado. Pero sí digo que las crecientes restricciones al uso del auto están predicadas sobre la idea de que manejar es sospechoso, que querer ir rápido es de nabo y con el objetivo de destruir la idea que existe el placer de manejar o de que, si existe, es un placer masculino, dañino y peligroso. Ese objetivo, tan típico de los intelectuales punitivistas, no lo van a lograr nunca.

Entiendo que es una opinión impopular. La organización Luchemos por la Vida, decana de la seguridad vial, propone todo el tiempo leyes para seguir bajando los límites de velocidad e incluso recomienda, para evitar accidentes, no viajar nunca a más de 90 o 100 kilómetros por ahora, “aunque esté permitido”. Tiene sentido lo que dicen, por supuesto, pero entonces por qué, me pregunto, no ir todavía un poco más despacio y reducir aún más el riesgo. “Un minuto no hace la diferencia”, dice un cartel del gobierno en la Ruta 2, con el dedito levantado. Pero no es un minuto: un promedio de 120 km/h frente a un promedio de 90 km/h le quita una hora entera a un viaje a Pinamar. El viejo “Papá no corras” tenía sentido en las viejas rutas infrahumanas de los ‘80, un salvaje oeste donde llegar a Mar del Plata en temporada era una hazaña como cruzar el Aconcagua. Desde que el viaje es todo cuatro carriles, la situación es muy distinta.

El paisaje final es muy argentino: leyes rigurosas que nadie cumple, en parte porque los argentinos dudamos de todas las normas y en parte porque muchas veces sufrimos normas arbitrarias o excesivamente estrictas. Este fue el pacto de toda la vida de los argentinos con su Estado: simular que le dábamos bola a sus sermones cuando en realidad ya estábamos pensando en cómo desobedecerlo. En el promedio teníamos un Estado promedio, ni muy laxo ni muy severo, que premiaba a los vivos y castigaba a los dormidos. Ahora, con la llegada de la tecnología, ese pacto empieza a estar demasiado escorado en favor del Estado. Las reglas siguen siendo igual de arbitrarias y severas, pero la capacidad de vigilar y castigar de nuestros gobernantes se ha multiplicado. Por ejemplo, con las cámaras para hacer multas. Por ejemplo, también, con los impuestos. Argentina siempre tuvo impuestos altos y malísimos que nadie pagaba. En la última década y media, los impuestos son todavía más altos y más malísimos, pero para eludir el ojo del ARCA ahora hay que pasar a la profunda clandestinidad fiscal.

Última aclaración: que nadie piense, si no quedó claro, que defiendo a los pisteros o a los insufribles que andan a los tiros por las avenidas o se creen los Colapinto de Almagro. Mi defensa es más humilde, apenas la del oficinista pelado que sale a la Ruta 2 y el auto solito le pide ir a 140 km/h por la ruta vacía mientras pone Coldplay, se come un sandwich en el ACA de Chascomús y disfruta de cuatro horas en las que nadie – salvo los carteles que lo hacen cambiar de velocidad todo el tiempo –, le va a hinchar las pelotas.

  • Imagen destacada: a la altura de Dolores, en la provincia de Buenos Aires, las infracciones son constatadas – «con fines recaudatorios», denuncian los automovilistas -por el municipio y juzgados civiles

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