Hay personajes a los que se recuerda porque numerosas calles e incluso pueblos o ciudades llevan sus nombres y a los cuáles los reflectores no los ilumanaron como lo hubieran merecido. Esa introducción del escritor José Narosky, es el preámbulo para referirse a José Figueroa Alcorta, presidente (entre 1906 y 1910, tras el fallecimiento de Manuel Quintana. Lo sucedió Roque Saénz Peña).
Lo describe con una anécdota:
Lo visita en su despacho el embajador de una potencia extranjera, mientras se trataba en el Congreso un importante ofrecimiento de venta de barcos para la Marina de Guerra Argentina.
Transcurría 1909. El diplomático, luego de algunos minutos con comentarios superficiales sobre el golf, y otras banalidades, le dijo:
–Doctor Figueroa Alcorta: Ud. sabe que la venta de barcos a la Argentina está trabada en el Congreso. ¿No podría hacer algo para impulsarla? Por supuesto que mi gobierno se lo agradecería.
-¿Y cómo me lo agradecería?, respondió con aparente ingenuidad Figueroa Alcorta.
-Bueno, eso lo arreglaríamos, continuó ya con más coraje el embajador.
-Sea más concreto, señor embajador.
Entonces el diplomático expresó una cifra.
– No. Es muy poco, dijo Figueroa Alcorta.
El embajador aumentó la oferta.
-Sigue siendo poco, agregó el Presidente.
– Pero Ud. no corre ningún riesgo, Señor. Presidente; se lo depositaríamos en el extranjero. Nadie lo descubriría.
-Se equivoca embajador. Mi conciencia lo está descubriendo ya. Y le agregó: No le propino un puntapié como lo está mereciendo, por mi propia investidura. Pediré a su país que envíen un embajador honesto. Usted deshonra a su patria.
Y este hecho quizá mínimo, demuestra la valía espiritual de Figueroa Alcorta, un hombre que no ganó batallas, salvo la de la integridad moral.


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