Cuento

Amor, facebook y rock and roll

¿Qué esconde el contacto fugaz en un recital pueblerino entre una pareja que luego se buscará bajo conjuros poéticos y amorosos? Finalista en un certamen literario en Pinamar, la narración esconde secretos y temores por las redes sociales.

Por Rubén Chorny

“Soñaré tu sangre alrededor /volando con mi cuerpo/ soñaré con ver la luna atrás/ llevando el rastro de tu espalda”, la voz nasal de Walter Helsing languidecía con el último rasguido melancólico que había conseguido arrebatarle a la guitarra mientras tachaba la imaginación con su nombre y el corazón le latía en el vacío.

Sin darse cuenta había improvisado una canción que inmortalizaría aquella conjunción celestial que en otra estrofa la había descripto a ella cuando con el marco de su cara iluminaba a la luna. El recital llegaba al clímax que sólo ambos con anónima complicidad pudieron compartir. Sacudía el mechón de pelo que le colgaba de la frente con la púa sacándole chispas a las cuerdas de la guitarra, pero no dejaba de escudriñar el hechizo de esos ojos que lo zambullían más allá de las que, para un rockero pueblerino como él, representaban las puertas del mundo.

La garganta se le había secado y anudado en el mismo instante en que el universo se detuvo y el silencio se convirtió en el pentagrama para que Pamela Boiry grabara con su suave voz las fusas y corcheas más maravillosas que jamás hubiera concebido en las noches de insomnio de su Guido natal, cuando en esas tardes de calor insoportable imploraba a los dioses que le regalaran aunque más no fuere un minuto de inspiración.

Nunca antes la había visto, ni a partir de ese choque planetario jamás su vida iba a transcurrir ni un segundo sin que la tuviera presente. Lo sabía. Se había enamorado. Perdidamente enamorado. 

El encuentro fue fugaz, mágico, que para que perdurara no quiso contaminar ni siquiera pidiéndole un número de teléfono o una dirección de mail para perpetuarlo. Ella irremediablemente partiría en el micro de la medianoche y él sólo atinó a acompañarla a la terminal de ómnibus con su guitarra e improvisarle una canción de despedida.

Estaba aturdido y en ese trance tomó la drástica resolución: no volvería a tocar sin tenerla adelante, como si fuese ése el homenaje que perpetuara la ráfaga de amor que la luna así como le había traído en un glorioso instante se lo arrebataba antes que lograra asirla.

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Llegó un atardecer después de muchos otros anodinos de ostracismo en que no soportó presenciar a la Diosa Naturaleza jugueteando con la roja esfera del sol fundiéndose en el horizonte y tensando el resplandor hasta saturar todos los colores que impregnaba. Las lágrimas le fueron brotando tanto como las coplas que reproducían aquel tema improvisado de despedida en la estación de ómnibus. El corazón se le desgarraba paradójicamente con la llegada de la inspiración que tantas veces había invocado. Corrió a su cuarto, empuñó la guitarra, papel y lápiz, cerró fuerte los ojos para que su musa no se escapara  y se lanzó a llenar frenéticamente hoja tras hoja con palabras y signos.

La entreveía sonreír con los rasgos de la cara resaltados por la tenue luz blanca que bajaba de la luna y de repente avanzar hacia una inmensidad en la que quedaría esperándolo para que no existieran más que los dos. ¿Cómo la encontraría? ¡Pues siguiendo el rastro de su espalda recortado por la luna y así bautizó a la balada de despedida que le había compuesto en pleno shock emocional.

Tuvo el arrebato de convertirla en prisionera de su amor, echarle cerrojo y arrojar la llave al mar, un mar que le quedaba a 200 kilómetros y cuya playa había sido justo el escenario del mágico encuentro. Así, como Ulises al partir de Itaka, emprendió su propia odisea, sin darse cuenta de que cruzaría irremediablemente la línea imaginaria que separa al mundo real del imaginario desde el impulso terrenal que lo zambulló a averiguar sobre ella. Consiguió una dirección de mail a la que le escribiría, pero el corazón le dio un respingo. ¿Qué le diría? ¿Cómo haría para no romper el hechizo con frases hechas y vulgares? Una tarde, garrapateando en un bloc de notas y sin darse cuenta, puso su nombre y el título de la canción. Excitado, como si no quisiera que se le escapara la inspiración o mejor dicho el coraje que había reunido, llegó jadeando a la computadora, tecleó a toda velocidad la prosa a medida que la iba recordando, puso la dirección y, luego de mucho cavilar, se le ocurrió que el mejor encabezamiento del mail sería: “Buscándome te encontré”.

 A partir del momento en que pulsó enviar, su rutina se limitó a consultar la bandeja de entrada de su correo cien, doscientas veces al día. Lo cerraba un segundo antes que los ojos cuando se iba a dormir y lo abría un minuto después de despertar.

Hasta el día en que apareció resaltada la única dirección que de veras le importaba: pame22@hotmail.com, sin asunto. Quiso eternizar ese impacto y por eso demoró un poco en abrir el mensaje. “Hola W. ¿eso escribiste para mí? ¡Qué tierno! Me dieron muchas ganas de escuchar el tema tocado por tu banda. Si no fuera porque me voy a Europa iría a ver un recital tuyo por allá. Cuando vuelva te escribo, el rastro de mi espalda lleva directo al corazón, un beso, hasta pronto. Pame”.

Leía una y mil veces la metáfora del rastro de tu espalda que conduce a su corazón y temblaba. La imaginaba ya en el aeropuerto Charles De Gaulle paseando su frescura y deslumbrando a los franceses, como había sucedido con él en aquella noche del recital. Sintió celos. Y que la pista se esfumaría irremediablemente.

Rumió durante varios días otra prosa que brotaba del despecho, del miedo a perderla, quería borrar todo de la mente, la letra de la canción, a ella, a la luna, a esta sociedad de consumo en la que los tickets aéreos, las tarjetas de crédito, las cuotas de los autos y de los celulares Smart rocían al amor con querosene y le prenden fuego.

“Soy un hombre de plástico/ soy un títere nada más/ somos parte de un milagro/ somos títeres nada más”, recitó como letanía y repetía el estribillo: “Nada más, nada más, nada más”.

Ya no se conformaba con escribirle en el discreto bloc de notas del outlook, que nadie salvo ella vería en la soledad de su correo. Rompió con un prejuicio suyo contra la banalidad de las redes sociales; sólo los tentáculos de Facebook podrían zanjarle distancias y discreciones íntimas para transformarlo en un mutante que pudiera infiltrarse en ese mundo que amaba tanto como ignoraba y lo había llegado a obsesionar. Se asesoró con tutoriales, probó, dudó si inscribir su propia identidad o inventarse una para poder ver y no ser visto. ¿Pero cómo lo iba a reconocer para aceptarle la solicitud de amistad si la invitaba desde el anonimato?  Sí, a su vista quedarían sin tapujos Francia, sus vínculos recientes y antiguos, gustos, costumbres, fantasías, un viaje por su mente y ramificaciones que quizá también la reconvertirían en un mito, pero de carne y hueso. De labios, piel y voz.

Se justificaba pensando que su amor no era plástico ni tenía por qué seguirle las huellas marcadas en los haces de la luna. El rock había sido para él pasión, locura, desencanto, búsqueda frenética, protesta, transgresión, pero ahora estaba lejos de poder sostener al amor lejos del ser amado.

Recordaba el encuentro con la luna de testigo, la postal viviente de la playa y el ulular de las olas con el viento como melodía de fondo. Se imaginó con la cabeza recostada sobre el pecho de ella disfrutando de cada vibración en cada palabra que le susurraba y que, de repente, iba subiendo el volumen de un gigante parlante exterior que cubría la totalidad de la noche con el sonido de esa voz dulce y penetrante  que apenas reconocía. De repente estalló en un relámpago o quizás en un destello de los reflectores que iluminan los recitales y el sintetizador prolongó las ondas abarcando el horizonte de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo.
“Desconfiar del odio que me guía hacia el mar/ inventamos un juego dibujando al azar. Tu voz se hizo inmensa/ y hoy me duele recordar esas noches/ tu boca/ se hace miedo una vez más… más…”, escuchaba un dictado que se acomodaba como si conociera de antemano su ubicación en cada entrelínea del pentagrama.

Del firmamento había bajado al ciberespacio; de la poesía, al plástico, a la vida terrenal de cualquier mortal.

Se decidió y la solicitud de amistad partió raudamente hacia el Facebook de ella y esta vez, como en el mail, no tuvo que esperar mucho para recibir la respuesta afirmativa. Igual necesitaba tomarse tiempo para revisar menciones, mensajes, cumpleaños e ir al perfil para descubrirla antes de largarse a escribir en su muro.

Para su tranquilidad momentánea, quedó en seguida en claro qué hacía en Dordoña, al suroeste de París: al parecer su padre había comprado en esa campiña un castillo para revivir una historia increíble que protagonizara uno de sus ancestros. Pamela visitaba La Chaise, el lugar en el que había nacido su tío bisabuelo, y probablemente estaba emprendiendo la búsqueda de su propia identidad, de sus raíces con un pasado aventurero y exótico, que le habían insuflado a través de los genes ese halo distinto, épico, que había terminado por conquistarle irremediablemente el corazón.

La entendía perfectamente: él también se buscaba a través de la música, anhelaba transportarse, descubrirse, cuando en realidad su espíritu de viajero a través del tiempo, de mayordomo de la entrada a un mundo distinto al que le ofrecía la aburrida chatura del pueblo en el que había nacido y se había criado, lo había encontrado fuera de él, en esa chica cuyo rastro seguía, hechizado, a través de los acoples del rock.

Hijo de un tradicional almacenero de ramos generales y de una costurera que arreglaba ropa,  se había refugiado pronto en la música para saltar la barrera del encierro. Y de pronto, Pamela, la muchacha distinta a todas, portadora de un linaje familiar que excede por elevación al clásico de la nobleza europea y la imaginación de los terratenientes que se aprovecharon de esos títulos para apropiarse de pedazos de esta irredenta geografía austral.

No salía de su asombro al ver que traía la descendencia nada menos que del autoproclamado Rey de Araucaria de mediados del siglo XIX, el francés Orélie Antoine de Tounens, quien por entonces se ganara la confianza del jefe indio Quilapán en la provincia chilena de Valdivia y lograra de ese modo que la comunidad mapuche lo reconociera como su rey blanco. 

Walter estaba fascinado. Veía fotos de Philippe Boiry, el papá de Pamela, un apuesto anciano que llegó a Chile y Argentina, a finales de los ´80, tras el rastro de su tío abuelo.  Mantuvo un furtivo romance con una mujer oriunda del valle rionegrino mientras andaba detrás de la pista de los descendientes del bravo cacique Cafulcurá, y dejó la semilla que germinaría en la gran creación con forma de mujer.

El Facebook de Pamela se parecía a la Máquina a través del Tiempo literariamente creada por el británico, autor también del Hombre Invisible, H.G. Wells. 

La contextura plástica que había adoptado para volverse real se derretía ante un grabado antiguo del ancestro avenido a prócer que ella había posteado con un sugerente título: “Soñador hasta en el más allá”. Estaba inscripto en el grabado del busto del bisabuelo Orélie, preso en Chile, deportado de Argentina, juzgado en Francia, y que comunicaba su lengua gala con un inextricable idioma mapuche. Aparecían también Napoleón, los tesoros ocultos de la Ciudad de los Césares, que no se sabía si la encontrarían detrás del Sahara o de la estepa patagónica, pero que se creía que los antepasados indios protegían…

Qué raro, no se la veía en ninguna foto con su padre, a quien presuntamente había ido a conocer, porque bajando con paciencia de orfebre ante cada “ver más” del diario íntimo online que estaba ahí abierto, a disposición de los 1.000 millones de usuarios contabilizados en todo el planeta, se enteró de la auténtica ficha natal: había sido hija de madre soltera hasta que a los 6 años fue reconocida por Phillipe, quien le dio su apellido: Boiry, y la doble nacionalidad. Hurgando un poco más localizaría al aparecido padre en una expedición por Argentina y Chile, portador de documentos apócrifos de su tío-abuelo que lo acreditaban como heredero legítimo del Rey de la Patagonia. Buscaba descendientes de caciques mapuches que lo reconocieran y dieran legitimidad a sus títulos y supuestas posesiones.

Comentaba con sus amigas menciones al grupo de rock argentino Catupecu Machu como dándoles un vuelo místico, tal vez por el origen de su nombre inspirado en un animal africano. Le picó la curiosidad y se puso a buscar rápido en su archivo algunas de las canciones de esa banda. Escuchó: “A veces vuelvo”, “En los sueños”, “Acaba el fin” y quedó perplejo al comprobar la enorme influencia que inconscientemente había recibido en su aún escuálido repertorio de ese Catupecu del que se revelaban fans Pamela y sus amigas.

Reforzaba esta similitud de estilos la conexión mágica de la que habían imbuido aquella unión nocturna, cerca del mar, de los sueños, íconos, ideales, búsquedas de sí mismos, de su pasado, de su futuro, de la poesía y el rock.

Las redes sociales le habían develado lo que su corazón jamás hubiese querido descubrir: Pamela estaba consagrada antes que nada a seguir viajando a través del tiempo hasta tomar contacto con el delirante legado del aventurero padre ausente: la Ciudad de los Césares, esa quijotesca historia que tejiera desde el castillo medieval de Dordoña y ahora intentaba desentrañar. Alejada de él, de los proyectos mundanos que suelen contaminar el amor de los seres que se encuentran.

La página de Facebook no la mostraba envuelta en acordes, estribillos y letras, en el rock, como él sí pretendía atisbar tras esa retahíla de crónicas, figuras y letras que ella compartía de puertas abiertas hacia las redes sociales.

Desesperado, Walter se arrebató la máscara de plástico exclamando “te amo” y emprendió el vuelo imaginario que lo transportaría también a través del tiempo y las geografías a ese rincón íntimo, nada más que de ellos dos, donde siempre se conectarían, solos, cómplices, inexpugnables, en el dialecto que habían inventado en aquel rato en que la luna modelaba sus siluetas, en esa playa silenciosa y ese mar de rugido armónico.

Cerró la sesión. Tomó la guitarra y empezó a rasgarla: “Adornar de perlas otro árbol de Navidad/ y buscamos las fotos/ donde el cielo caerá…”, anotó a lápiz en su bloc de rockero, su Facebook privado, al que sólo ella con clave secreta  podría tener acceso. Eternamente.

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