Por Miguel Quinteros
Era el martes 21 de julio de 1970, cuando Bobby Fischer (Chicago, 9 de marzo 1943- Reikiavik, Islandia 17 de enero 2008) irrumpió con grandes zancadas en la Sala Casacuberta del Teatro General San Martín. Todos los que participamos del torneo Internacional de Ajedrez Ciudad de Buenos Aires jamás olvidaremos ese momento. Su personalidad avasallante, su carisma, la espectacularidad de su juego y el modo en que les exigía a los organizadores las mejores condiciones, con el único objetivo de dignificar nuestro juego, lo hacían un ídolo indiscutible, inclusive para los ajedrecistas rusos.
Apenas terminó de dictarles a los organizadores cada uno de los cambios que deberían hacerle a la Sala donde jugaríamos el torneo, el gran maestro Miguel Najdorf fue quien le presentó, uno por uno, a los participantes. Bobby, sentado en la mesa donde jugaría todas sus partidas, saludaba sin levantarse con un gesto casi imperceptible a sus futuros rivales.
Finalmente me llegó el turno porque era el más joven del certamen. Con mis 22 años había llegado el momento esperado de saludar a mi ídolo. Con la alegría que se notaba en mi rostro, me acerqué a su mesa y le extendí mi mano dándole la bienvenida. Fue el único momento que se paró y me dijo: ”En el avión vi la partida que le ganaste con negras a Najdorf en 1968″.
Quedé impactado por su gesto tan inesperado como conmovedor. Mi respuesta no se hizo esperar: «Bobby te invito a comer la mejor carne del mundo«. Los ojos de Bobby brillaron aceptando la invitación y me preguntó: «¿Ahora?». Le contesté que sí.

Eran casi las 8 de la noche, tomamos un taxi hasta el restaurante La Cabaña, en la calle Entre Ríos, en aquella época famoso por sus carnes. Le aconsejé unas mollejas de entrada y después el baby beef. Mientras esperábamos la cena, Bobby sacó el tablero de bolsillo y comenzó jugada por jugada mi partida con Najdorf .https://tpc.googlesyndication.com/safeframe/1-0-37/html/container.html
Una gran sorpresa. Me di cuenta de que Bobby estudiaba a todos sus rivales. Durante la cena no paró de elogiar a nuestro país. Se confesó admirador de Sandro y decía que era mucho mejor que Elvis Presley. Su humor había cambiado notablemente, no era el mismo que hace una hora exigía a los organizadores las mejores condiciones para jugar el torneo. Mientras me mostraba mejores jugadas en mi partida con Najdorf, me preguntó: “¿De dónde vienes? ¿Quién te enseñó ajedrez? ¿Adónde quieres llegar?”.
Le dije: ”Bobby, mi madre vino del interior de Santiago del Estero, donde no tenían ni electricidad ni agua potable para trabajar en casas de familia en busca de una vida mejor. Conoció a mi padre, que era pastelero, se casaron y cuando tenía cinco años le ordenó a mi hermano mayor que me enseñara ajedrez, mientras ella me enseñaba a sumar, restar y multiplicar. Como era bueno para los números, cuando fui a los 6 años a primer grado sabía la tabla de multiplicar del 12″. Me contestó: “Tu madre es muy inteligente, una genia igual que la mía”.

Le dije que su método funcionó. Ya había conseguido ser el Campeón argentino más joven y ahora quería ser Gran Maestro. Entonces Bobby guardó su pequeño ajedrez en el bolsillo de su saco, dejó por momento su baby beef y sentenció: “Miguel, hay solo una fórmula para lograr todo lo que te propongas en la vida: 10 % inspiración, 90% de transpiración. Grábatelo”. Y lo repitió una vez más : “Grábatelo”. Esa noche me costó dormir recordando cada palabra que me dijo Bobby.
En el año 1992, cuando el entonces Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, trajo a Gary Kasparov. Quien lideró 18 años el ranking de un deporte tan competitivo como el ajedrez, fue categórico: “No hay ningún secreto, esa es la fórmula: 10% inspiración y 90% de transpiración”.
Bellísima historia. Como diría Einstein: «10% de inspiración; 90 por ciento de transpiración».