Por Marcelo Figueras (El Cohete a la Luna)
La primera vez que la voz de Jim Morrison me hipnotizó fue el 4, o a lo sumo el 5 de abril de 1980. En el cine Atlas de la calle Lavalle: Apocalypse Now se estrenó el jueves 3 y, como enfermo del cine que era desde niño, debo haber corrido a verla ese fin de semana, lloviese o tronase. Acudía, claro, a ver la nueva película de Francis Coppola, el director de los dos Padrinos que existían hasta entonces y de la genial La conversación. Pero nada de lo que Coppola había hecho me preparó para lo que vería.
Las luces se apagaron. La sala repleta se enfrentaba a una selva, un sinfín de árboles y hojas verdes. Al instante se coló un sonido de fondo que se volvió más inquietante cuando identificamos a qué se debía: era el ruido —deliberadamente deformado— de helicópteros militares que se cruzaban en la pantalla, entre el público y la selva. Con la parsimonia del animal que repta, una guitarra eléctrica hizo su irrupción, tocando una melodía sinuosa, de aires orientales. Y cuando comenzábamos a habituarnos a esa cadencia, la arboleda fue devorada por una bola de fuego que la consumió por entero, mientras Morrison cantaba estos versos, que jamás olvidé:
Este es el fin, bello amigo
Este es el fin, mi único amigo, el fin
De nuestros elaborados planes, el fin
De todo lo que existe, el fin
De todo lo que se mantiene de pie, el fin
Ya no más seguridades ni sorpresas, el fin
Nunca volveré a mirarte a los ojos.
¿Qué era eso? Yo había ido a ver una película de Coppola sobre Vietnam, pero ese prólogo me convenció de que se trataba de otra clase de trip. Todavía no había leído el relato de Joseph Conrad que Coppola adaptaba, trasladándolo a tiempos modernos, y que se llama El corazón de las tinieblas; de tenerlo leído, me habría preparado mejor. Tampoco sabía que ese inicio – y también ese final, porque el film retoma la canción de The Doors, que se llama The End, para animar la ceremonia sangrienta que cierra el drama-, era una colaboración de ultratumba entre dos ex alumnos de la misma camada de la carrera de cine de la UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles: Coppola y James Douglas Morrison, el hijo del almirante más joven de la Armada de los Estados Unidos. Y digo de ultratumba, porque a esa altura Morrison llevaba casi nueve años muerto. En estos días cumplirá cincuenta in absentia, o sea medio siglo: se lo certificó difunto en París, el 3 de julio de 1971.
Aquella visión de Apocalypse Now me transformó alquímicamente. Era mucho más que una película: una experiencia, un viaje demencial que en efecto te hacía sentir que remontabas un río hacia el corazón de las tinieblas vietnamitas… y además, que habías consumido los mismos alucinógenos que los tripulantes de la barcaza. La película me hizo entrar en trance; cuando dije que desde los minutos iniciales me sentí hipnotizado, no exageraba. Y conste que me presenté sobrio al ritual. A esa altura yo era un tipo de 18 años que casi no bebía y todavía no había probado un porro.
Lo que la película detonó era ante todo mérito de Coppola y sus colaboradores, pero en menor pero no menos determinante medida, también de la circunstancia argentina. Por entonces – reitero: 1980 -, vivíamos bajo un régimen represivo de rasgos perversos, que disimulaba entre los pliegues de la hipocresía general; y en ese contexto yo era un pendejo que había crecido sintiéndose vigilado, sospechado, en peligro constante, por el simple hecho de saberse distinto, de no encajar en el molde del concheto derecho y humano que le presentaban como única opción.
Esa película me subió de un empujón a un viaje hacia el fin de la noche, en busca de un personaje – el coronel Kurtz, o sea Marlon Brando -, que llevaba la lógica del invasor a su extremo. Yo no estaba aún en condiciones de conectar realidades tan dispares, pero la justificación de Kurtz podría haber sido repetida por los Señores de la Muerte que acá, entre nosotros, decidieron que esa dictadura no sería como las anteriores. Tenemos que amigarnos con el horror… Ser capaces de matar sin sentimientos, sin pasión, sin juzgarnos, argumentaba Kurtz. ¿Habían dicho algo parecido Massera, Camps o el Tigre Acosta, antes de lanzar a sus perros negros contra el pueblo?
Y sin embargo, buena parte de la sociedad argentina les dio carta blanca. Con el tiempo llegaría la decepción, como anticipaban los versos de Break On Through, la canción que inauguraba el disco debut de los Doors:
Encontré una isla en tus brazos
Un país en tus ojos
Brazos que encadenan, ojos que mienten.

Seis años más tarde, ya con Alfonsín en la Rosada, viajé a Europa por primera vez. Y en París, además de visitar los sitios obvios, sucumbí al impulso de visitar el cementerio de Père-Lachaise. Yo aborrecía esa clase de lugares, que asociaba con la sucesión de muertes familiares que jalonaron mi infancia; y sin embargo quise ir a ese osario en particular, y no para visitar las tumbas de Oscar Wilde, Edith Piaf, Honoré de Balzac o Georges Méliès, que por entonces no me importaban tanto. No, fui específicamente a ver la tumba de Jim Morrison. Sin saber del todo por qué, dado que no me consideraba un fan; de hecho, el primer disco de The Doors me lo compré después de esa visita, en la FNAC del Forum des Halles: una compilación llamada Weird Scenes Inside The Goldmine, o sea Escenas extrañas en el interior de la mina de oro, un verso de – mirá vos – The End, la canción que me había llevado hasta allí.
Tal vez sentí que debía agradecerle que hubiese oficiado de chamán, lanzándome a esa experiencia trascendente que significó Apocalypse Now. Pero, más allá de las razones, aquella visita a Père-Lachaise se convirtió en otro momento memorable de mi vida.
El metro me dejó cerca de una entrada lateral. Esto me privó de recibir los mapas que te daban si entrabas por la puerta grande, una guía donde ya venían marcadas las tumbas famosas. No me quedó otra que yirar y preguntar. Mi francés precario hizo que no terminase de entender las indicaciones, no sabía si me dirigían a la calle Seis o a la Dieciséis, y el cementerio tenía mucho de infierno concéntrico. Llegado un momento, empecé a resignarme al fracaso. Entonces comprendí que estaba errando el código. Si en vez de buscar los números de las calles miraba las indicaciones que estaban pintadas por doquier, no había forma de perderse. Descubrí frases garabateadas por todas partes, sin respeto alguno por cruces y bóvedas, que marcaban el camino. Morrison Avenue, y una flecha. Jim está ahí, y otra flecha. Te estás acercando, y una flecha más. Les hice caso y llegué sin despistarme.
La tumba de Morrison era sencilla: un bloque de cemento sobre el que se alzaba un busto que había perdido su nariz. El espectáculo consistía en lo que la rodeaba. Para empezar, estaba llena de gente. Algunos turistas llegaban, presentaban sus respetos y seguían camino, pero la mayoría se quedaba ahí a pasar el rato. Me puse a charlar con un italiano de Rímini, que creo se llamaba Carlo; no estoy seguro de su nombre, pero recuerdo perfectamente la culebra que llevaba encima. Un bicho de treinta centímetros de largo, que asomaba por la manga de su camisa, se escondía, reaparecía por su cuello y más tarde balconeaba desde su otra manga. Cuando le dije que era argentino, apeló a la referencia inescapable: Diego Maradona.
(Era noviembre del ’86. Hace 35 años. Este texto se está llenando de ecos inesperados. Apenas llegué a París, que acababa de sufrir un ataque terrorista, dos canas me frenaron en una boca del subte y me pidieron documentos. Imagínense: el pibe con fobia a la yuta a consecuencia de su experiencia dictatorial, abordado en un país extranjero por dos flics que desconfiaban de la cara de fundamentalista islámico que la genética le obsequió. Pero apenas pelé el pasaporte, uno de los canas dijo: «Argentin? Maradona, merveilleux!» Y me dejó seguir con una palmada amigable. Si hubiesen pelado un acordeón, terminábamos cantando los tres como borrachos.)
Lo otro que sorprendía en la tumba de Morrison era el hecho de que no había ninguna cruz o bóveda, en al menos seis metros en derredor, que no estuviese escrita, tallada, garabateada por los peregrinos que habían llegado antes que yo. Casi siempre citando versos de Morrison, firmados por los visitantes. Y no representaban el acumulado de una década: todas las inscripciones tenían fecha del ’86, porque las autoridades del cementerio pulían piedras y mármoles a cero todos los años. Y aun así no quedaba espacio disponible. Había dos bóvedas separadas por un aire de unos diez centímetros, pero sus laterales enfrentados estaban escritos de todos modos, hasta donde mi vista se perdía. Quise probar suerte – por afán científico, no para sumarme a la polución textual -, y descubrí que mi lapicera no cabía en ese espacio. Las citas morrisonianas estaban grabadas en múltiples idiomas. Terminé copiando una en griego en una servilleta del Cafe del Flore que llevaba en el bolsillo, con la esperanza de que una amiga la tradujese a mi regreso.
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