Por Sergio Sinay
Lo que se conoce como Servicio al Cliente, ofrecido por diferentes empresas, es en los hechos una configuración perversa destinada a desalentar al usuario, quien jamás consigue comunicarse con otro ser humano. Intermediado por bots y grabaciones que lo obligan a una interminable carrera de obstáculos, el cliente deja de ser una persona y, sepultado en una maraña de protocolos, letras chicas, formularios y “condiciones de uso” (¿o desuso?) se convierte en simple dato.
Planificar, organizar, dirigir un Servicio al Cliente requiere ver a las personas como cosas, carecer de cualquier capacidad de empatía, ser incapaz de ponerse en el lugar del otro, ignorar el sentido de la palabra servicio y desconocer lo que es el respeto por el otro, ese otro que ya no es un ser humano sino una simple contraseña o nombre de usuario. A los soldados y a los torturadores se los entrena para ignorar que están frente a personas, de manera que, al verlas como cosas, no tengan pruritos ni objeciones de conciencia para matar, mortificar o violar. Acaso sin llegar a ese punto extremo, hay una matriz parecida en los servicios al cliente. Si se piensa en el cliente como una persona no se lo podría ignorar, maltratar, manipular, estafar, abusar como se hace incluso en aquellas empresas que luego se pavonean de su presunta responsabilidad o sustentabilidad social.
Frente a esto el cliente, el usuario, el ciudadano de carne y hueso, el humano, está siempre indefenso. Esa es la experiencia real y cotidiana de decenas de miles de personas abandonadas a su (mala) suerte. Cada una de ellas puede ponerle nombre propio a la empresa, a la organización, al banco, a la compañía de cable o internet, a la aerolínea, etc. que le falta el respeto. El menú es amplio y variado.
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