Por Sergio Sinay
“Yo creo” y “Yo pienso” no significan lo mismo, aunque a menudo se diga una cosa por otra. Creer es una cuestión de fe. Las creencias no admiten dudas, son verdades cerradas y así se toman. Una finalidad de la creencia es clausurar la duda. Se dice “creer o reventar”. Hay creencias de todo tipo: religiosas, científicas, políticas, económicas, tecnológicas, familiares, etc.
El pensamiento, en cambio, habilita la duda, invita a ejercerla, a explorar, a investigar, a replantear, a comparar, a calcular. Todo eso significa pensar. Tenemos que pensar para desarrollar argumentos, para enriquecerlos, para mantenerlos, para modificarlos. Las ideas y los pensamientos se someten a prueba, pueden modificarse. Las creencias no. Creencias y pensamiento crítico son extremos opuestos. Las creencias (también sesgos o heurísticas) proveen zonas de seguridad que estrechan el mundo. Para quien se refugia en ellas salir de allí es riesgoso. Bien decía Arthur Schopenhauer que “cada persona lleva los límites de su propio campo de visión a los límites del mundo”. Y lo peor ocurre cuando se pretende convertir las creencias propias en verdades universales e imponérselas a otros. Distintas son las convicciones, porque se apoyan en lo experimentado, se sostienen en el modo como vivimos nuestros valores y son la brújula de los proyectos existenciales. Una convicción es un punto de llegada.
Revisar nuestras creencias, percibir el modo en que nos limitan, dudar de ellas, abrir espacio a las preguntas por nuevos horizontes y explorarlos con la mente abierta. Bravo desafío en un tiempo contaminado por “pensamientos únicos”, por dogmas limitantes que llueven desde todas partes.


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