El joven Edwin no sabía el secreto de su familia. Todos se lo habían ocultado escurriéndose en los pasillos y las sombras. No tenían la posibilidad de decírselo, porque iba en contra de las reglas. Y en esta familia, si se iba contra la corriente, se condenaba a la prisión eterna.
Los más dramáticos de la casa Fernández ya se creían en el calabozo. Pero aquella sensación les duraba apenas unos años. Luego emergían y volvían a disfrutar de la vida, y de sus características, como la inmortalidad. Hacía más de quinientas vueltas de la Tierra al sol atrás, que el vampiro originario hizo parte a los Fernández de la especie sobrehumana.
Pero Edwin no sabía nada. Apenas con sus veintiún años sufría las desavenencias de la falta de amor y de una brújula fiable en el escurridizo camino hacia la adultez. Notando incluso cosas extrañas en su hogar – un padre que llegaba a largas horas de la madrugada con zapatos manchados de rojo bordó; una madre que adivinaba cada una de sus preocupaciones; y abuelos que no salían de sus cuartos durante meses -, jamás se había cuestionado su identidad.
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Hasta que un amigo le hizo notar sus días enteros durmiendo, y cara pálida, y a la vez su fuerza no correspondida con sus huesudos brazos. Eso hizo que se empezara a hacer preguntas, sumado a una transmisión de pensamientos que le estaba dirigiendo su madre. Ella, cansada de que el niño ya crecido siguiera viviendo en una mentira, le ondeaba un poco de «ayuda».
«¿Cómo seré yo un vampiro, si no siento la necesidad de tomar sangre humana?», se preguntó una noche reveladora el joven Edwin. ¡Capúm! Los vampiros no necesitan de la carne humana, hasta que empiezan a matarse. Ya sea por una pelea o por un suicidio, una vez fenecido el cuerpo, se abre allí el apetito.
Es a partir de la primera resurrección que aparecen los superpoderes. Pero para ello se tuvo que haber muerto al menos una vez. La contrapartida es que los inmortales empiezan a necesitar plasma. Y mientras más muertes tienen, más sangre necesitan.
Allí voy, pensó Edwin. Al tirarse por la ventana, encontró al fin su verdadera identidad. El sentido de su vida. Su esencia. Su amor. Y una palmada en el hombro le dio su madre, sonriéndole para que sintiera valer la pena de su vida.
Una nueva mentira empezaba. Con el pasar de las décadas, la esencia, el sentido, y hasta el propio amor se fueron desvaneciendo. Se quiso tirar otra vez. Y otra vez. Y una vez mas. Hasta que se volvió un vampiro de los peores, con una sed insaciable y demonios cada vez más grandes.
Tiempo después, necesitando del elixir de forma diaria, Edwin se preguntaba cómo re-estabilizarse para mejorar su vida. «Si hubo una forma de empezar, tendría que haber otra para terminar», se decía. Pero la búsqueda le llevaría siglos. Vagando por ahí, odiaría al mundo, para luego volver a él con calma y sabiduría.
Perdido en la putrefacción de su alma, sin a quien recurrir, lloraba aire, mirando a través de aquella ventana que lo cambió todo. «Ya estoy muerto», pensaba cada vez que la angustia lo llevaba a acercarse allí nuevamente. «Ya estoy muerto».


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