Cuando algo se rompe, los vidrios rotos se esparcen por doquier. Pudo haber sido un accidente o un acto intencional. Muy difícilmente sea esto último, ya que la destrucción consciente es más propia de los esporádicos momentos de locura extrema. Aparecen cada tanto, y lo que hacen es destruir algo íntegramente. Se cae el objeto de vidrio al piso y se deshace en cien pedazos.
Hay un instante en el que vemos lo que está a punto de romperse. Son esos milisegundos que ponemos cara de sorpresa. Impactados antes del golpe, se nos detiene la respiración. Pum. Una vez en el piso, ya no es uno, sino cien pedazos de vidrio los que tenemos en nuestro haber. Ya no servirán para aquello que estábamos acostumbrados a ver.
La unidad se rompió. El golpe duró poco, pero impactó con una precisión tal que no hubo parte que quedara con forma que diera alusión al objeto original. Ahora cada una es especial. El piso está lleno de brillo, como si de repente uno se hubiera vuelto millonario en diamantes. ¿Son diamantes?
¿Qué impide que aquello que hay desparramado en el suelo no pueda ser una piedra preciosa? ¿Por qué tiene que ser un simple y aburrido vidrio? Porque la razón y la cordura indican que ciertas cosas son lo que son. O uno se predispone a navegar en contra de la corriente del mundo, o se alista a barrer.
Pasan los días, pasan las semanas, y por más limpieza profunda que se haya hecho, los habitantes de la casa siguen encontrándose con pedazos de lo que se desintegró. Hasta llegaron al baño. Y así vamos llevando lo que queda al tacho de basura, sin volvernos locos por no haber podido controlar la explosión, o de vivir con lo roto.
Vivir con lo roto, ¿no es acaso el ser humano la especie que más sabe de construcción? Construir, tarea de todos. Destruir, mal (voluntario o involuntario) de muchos. Las cosas se rompen, y nosotros estamos para darles historias, sentidos. En definitiva, sentimientos, los cuales están compuestos por cada pedacito que nos importa de este mundo. ¿Habrá que cuidarlos como si fueran diamantes?


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