Por Ernesto Parga
Quizá has experimentado, como yo, un cierto anonadamiento, una suerte de inexplicable asombro, una sensación de pequeñez ante la grandeza de Dios manifiesta en la imponente creación, en la maravilla del arte humano, en la capacidad humana para reconocer el bien y el mal.
Kant solía decir que había dos cosas que especialmente le admiraban: «el cielo estrellado que está arriba y la ley moral que está dentro”. Te asombra, como a mí, un atardecer policromo que cae frente a tus ojos, la incansable terquedad de la mar inmensa que vuelve una y otra vez, la sonrisa que escapa del rostro de un bebé dormido, las posibilidades ingentes del lenguaje.
Azoro, turbación y aún más; reverencia ante la inmensidad y omnipresencia de Dios y de su amor inmerecido por nosotros. Estás, entonces, en presencia de lo numinoso, lo espiritual eterno, que nos define más que la materia caduca.
Numinoso es un término acuñado por el teólogo alemán Rudolph Otto tomado del vocablo latino numen (espíritu)


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