Es sorprendente la cantidad de cosas que podemos ignorar, refugiados en nuestra facilidad para ignorar incluso que las ignoramos. Vivimos en la información. Creemos sobre todo en la información, en la acumulación de información, en la conservación de la información; todavía no sabemos como se perderá esa información en las próximas décadas y, por eso, solemos creer que no se perderá: la ignorancia otra vez al rescate.
Lo propio de la información es disiparse. Cualquiera que intente conocer asuntos de hace cien, ciento cincuenta años descubrirá enseguidaque casi todo aquello se ha perdido. Es sorprendente la cantidad, la calidad de lo que no sabemos sobre alguien que vivió hace menos de dos siglos: alguien que era, entonces, un señor conocido, de quien se guardan cartas, testimonios, artículos imprsos en periódicos, libros, cuatro o cinco retratos. Pero no datos tan primarios como de que murió o de qué vivía o con quién tuvo, si es que la tuvo, su única hija.
No sabemos: callamos o escribimos.
Así, el pasado se vuelve a convertir en el lugar donde asentamos las certezas: por mera falta de comprobación, por pereza, por miedos, las certezas.


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