Cuento

«Valdivieso, viejo nomás»

El arte se expresa de distintas formas. El periodismo no, salvo excepciones. Como conocidos y familiares que, además de incursionar en pintura y música, pretenden escribir literariamente, un redactor de Humanidad se animó. ¡Qué se pudra todo!, diría el amigo "Gori".

Algunos eran medios atorrantes. Se les notaba por la forma de vestir: se exhibían desaliñados, usaban mocasines deformados, lucían desprolijos varios botones de las camisas desabrochados, los pelos se asemejaban a un escobillón gastado, la barba crecida. Y el vocabulario era soez, arrabalero. Otros, también con léxico lunfardo, se paseaban orondos, afeitados al ras, con saco y corbata y lustrosos zapatos acordonados. Señores respetables…si no abrian la boca.

Los unía una misma pasión. Sobraban los rasgos distintivos. Destaquemos uno: todos (o casi) llevaban ajada una revista, «La Palermo», que los vendedores voceaban desde Plaza Italia hasta el Hipódromo (hoy desvencijado y convertido en salón tragamonedas subterráneo, con asistencia masiva del público femenino), ubicado en la avenida Libertador y Bullrich. Los más «ratones» llevaban páginas de Crónica o El Popular, que también dateaban. Con menos información, por supuesto. Escucharlos intercalar comentarios enseñaba a los primerizos.

Uno de ellos,«el pelado Balbo», llevado por su padre y hermano mayor, escuchaba los diálogos mientras la vista se le disparaba hacia un espectáculo de reyes que, a su manera, se repetiría en escenarios similares de Londres o Estados Unidos. Eran doctos de la calle. No faltaban palabras como fijas, contrafijas, las «sorpresas» y matungos inyectados. Esa cotidianeidad servía para olvidar despioles domésticos de los que cada uno – sin confesarlo, por supuesto – cargaba como mochila pesada.

Ja – lanzaba uno al que le chanfleaba el pantalón y cuya familia era dueña de una fábrica que él, atrapado en ese circo timbero, llevaría a la ruina -, a los señoritos que se la juegan y lucen pintones como ustedes, los llaman turfman…a nosotros simplemente burreros. Era un buen futbolista, con la estampa fina como un junco y cara triste de César Menotti, el progre DT de la selección campeona del 78, en plena dictadura. ¡Que de contrastes en la Argentina! Ese es solo uno de ellos. El péndulo constante, marcado por el expresidente radical Raúl Alfonsín. No podría creer el gaucho de Chascomús lo que le pasaría a su partido hoy: se esfumó. El mundo se asemeja a un casino, con la Coordinadora en cuarteles de inviernos.

Cuestión de léxico, pensó el pibe maravilado con el desfile de los pura sangre, con pequeñas monturas en las que lucían idolatrados pequeñines (no por la edad). Los apostadores demostraban verbalmente su interés. Hubo, en el medio, otra charla que, sí, le llamó más la atención.

-¿Sabés que hacer con alguien al que no querés?, lanzó un bigotudo despachante de Aduana.

-No. Decíme así pruebo con mi suegra y el vecino insoportable que me tocó en el PH, contestó un partenaire que sabía que el novato aspiraba los conceptos como una esponja.

-Invítalo a venir como diversión acá. Si tenés la suerte que acierte la primera carrera de su vida, verás como se envicia y no lo sacás más.¡Le arruinás la vida!, lanzó y todos sonrieron. Con malicia.

«El pelado Balbo» (un 9 de aquellos, buenazo fuera de la cancha y fortachón) igual tanteaba. Era cuestión de acomodarse y apreciar el comportamiento de esos expertos del escolazo, a los que sus mujeres no podían enlazar de ninguna forma los sábados y domingos. En este caso, los salvajes indómitos eran ellos. Después de los ravioles, calladitos iban derechito rumbo a la pista de arena palermitana, a la coqueta de césped de San Isidro o, a la más modesta de La Plata.

Por fortuna, al joven no le tocó acertar de entrada. Sin embargo, sintió la vibración irracional transmitida por esas personas (hombres, en su mayoría), que se desaforaban antes que los «yoquis» y los esbeltos animales (que eran uno y no dos) se acercaban a la meta.«¡Jara viejo nomás!», se escuchaba vitorear a un chileno morocho y carismático. El final encontraba, por lo general (salvo que ganase el favorito) a semblantes más agrios que alegres. Aquellos rompían sus boletos con amargura, caminaban nerviosos como locos en un psiquiátrico; los que esperaban el «se paga», agitaban los brazos y gritaban loas ya sea al equino o al jockey. Eran marionetas imparables, en medio de un vacío existencial, según juzgaba el primerizo. Buen sitio para mitigar la depresión.Nadie se salvaba de la excitación vacía y contagiosa.

«El pelado» (peladito más bien, ya que se quedó completamente calvo con el pasar del tiempo) tanteó el ambiente e hizo la suya. Después de dos fracasos, fue derecho a una triple (había que acertar tres ganadores para llevarse un premio). Tenía monedas. ¿Qué hizo? En la primera, apostó 10 boletos (unos 20 mil pesos de ahora «aprox») al caballo con más chance. Pasó airoso la prueba, con alguna expresión de euforia. Medida.

No aceptó consejos de los ilustres para la segunda competencia. Dividió: 6 tickets fueron otra vez para el señalado como más posibilidades y otras 4 para el enemigo. Este llegó primero al disco y triplicó la ganancia. No se acuerda de los nombres de los jinetes ni de los equinos.

Para la tercera prueba le temblaba el cuerpo. Aún reducidas las chances tenía 4 tiros y unos 100 mil pesos para distribuirlos entre unos 16 participantes. No podía descartar al indicado por los especialistas, pero tuvo la intuición de que un ejemplar que no estaba en los planes de los los expertos podría dar el batacazo. Lo conducía un principiante joven (apenas un niño) delgado y demasiado alto para la profesión; rubio y narigón. A él sí que lo tiene presente aún hoy. Si llegaba primero a la meta retribuiría unas 70 veces lo apostado (¿70 veces 7?). Fue «Valdivieso, viejo, nomás», para toda la vida. Porque sobre el final, aventajó al lote y dejó asombrada a la multitud, en la que sobresalía ese (otro niño, apenas) desgañitándose con su figura.

Tiempo más tarde, dio la casualidad que se sentó junto a él en un vuelo de cabotaje. El pibe Balbo aún tenía temor a volar. Jorge (Valdivieso), cuando la máquina empezó a carretear, empezó a golpear imaginariamente a sus costados como acicateando imaginariamente con la fusta al avión, igual que en el hipódromo hacía con los caballos que le tocaban conducir. Fue una experiencia alucinante. El despegue fue asombroso. Así se debe transitar, con entusiasmo, con un objetivo, pensó. En ese caso, partir indemne hacia un destino. ¿Después? ¡Qué importa el después!

La experiencia fue loca y demostró su poca osadía. Por no llamarla cobardía. Porqué, ya estudiante avanzado para ser despachante de aduanas, no se animó a dirigirle palabra. Y, menos, confesarle que a pesar de salir en aquella jornada con los bolsillos repletos de dinero (para él, un pobretón), tomó la decisión de esquivarle en el futuro (contra todo pronóstico) al azar apelando a ese círculo vicioso. Le pareció – calculador – una cuestión de tontos y no de virtuosos.

Padre y hermano – el primero sobre todo – se sentía un triunfador, pero en la casa veían la realidad: regresaba más veces sin nada en las manos que – pasando previamente por la rotisería -lleno de vituallas compradas para festejar. Se imponía, entonces, el mate cocido con caliente pan, como cantaba «Palito» Ortega.

Aprendió el bisoño: hay que fijarse en los hechos, no en las apariencias jactanciosas. «De enero a enero, gana el banquero», se convenció una y mil veces, a la luz de la experiencia cruda. Se necesita ángel para aprender.

¿Elige uno o las circunstancias?, se interrogó. Comprendió que el trabajo – aún el ingrato -, si es apasionado, permite ir ordenando, por más factores externos desquiciados e inmanejables. Hay que ir para adelante – pensó – e hizo carne la profecía recitada – y no cumplida -, por Gardel y sus acólitos: un final reñido ya no vuelvo a ver…ser protagonista, aún con perfil bajo, era su elección. A la postre le resultaría más provechoso que estar en la tribuna avivando giles.

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Periodista. Trabajó en Crónica, NA, DyN, Clarín, Televisión Pública, Canal 13, La Nación y en el diario Río Negro. Becado por la Universidad de Harvard, asistió a cursos de perfeccionamiento en Boston, Estados Unidos. Además estudió en Alemania y Francia.

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