Por Eduardo Gómez Zaragoza de la Rosa de Córdoba
Las personas no actúan ser lo que son, son tal cual son. Uno o varios acontecimientos importantes las moldearon. Le hicieron cicatrices aquí y allá. Le acariciaron tan suavemente como el amante más querido. Le hicieron olvidar y recordar el dolor de sus vidas. Por esta y otras cuestiones, las personas son complicadas. Y tratar con ellas consta de una tarea pantanosa en la que punto número uno, debe descubrirse el interés y sus intenciones.
Proyectar en el otro es algo común. Y ni que hablar cuando pensamos en las edades. Aunque aquí ya podemos hablar de otra cosa bastante diferente a la proyección: los prejuicios. Todos tenemos prejuicios. Lastimosamente nos hablan en nuestra mente a cada rato como los loros que repiten a quien se cruza por su camino. Es tarea nuestra mirarlos de reojo y decirles que se vayan a la mierda. Aunque, seamos sinceros, a veces aciertan. Lo importante es que no nos nublen el camino. Ni ellos (los prejuicios), ni la ingenuidad tonta como la de Harry Potter.
¿A qué viene todo este asunto de la edad? Viene de la siguiente sentencia:
«Las palabras de un viejo suenan en los oídos de los jóvenes como las palabras de los jóvenes en los oídos de los viejos: como un ruido cuyo sentido no se alcanza».
-Balzac
Tremenda estupidez, pienso yo. ¿Qué es esto de agrandar la brecha entre jóvenes y adultos? Podemos no escucharnos teniendo la misma edad. Podemos no entendernos siendo personas en su auge físico como en su ocaso orgánico. Podemos cagarnos a puteadas siendo hermanos nacidos el mismo año. Podemos embroncarnos con el otro por su falta de interés en escucharnos, por su egoísmo puro. Pero no por la edad que tenga.
La incomprensión de la que habla Balzac en «Un asunto tenebroso» es típica de quien, desilusionado por la pérdida de su juventud, se resigna a tratar con quienes vienen caminando por un sendero que él mismo ya trazó, pero que no por ello es dueño de ninguna verdad. Los adultos son sus propias presas a caer en la tentación de creérsela. Y también hay piedras para los jóvenes: no niego la existencia de quienes subestiman al adulto mayor y viven la vida loca como si ellos fueran los dueños del mundo. Pero ni un caso ni el otro tiene la razón. Y en última instancia el desvarío no tiene su justificación en la edad, sino en la estupidez humana, que es transversal.
Así es como llegamos a la conclusión del momento: un viejo y un joven pueden entenderse al cien por ciento. Lo que pasa es que, como dijimos al principio, las personas somos complicadas. El egoísmo, los traumas propios, el interés personal, y muchas otras cosas más pueden interponerse en una conversación. Pero tranquilos, este es el lado malo de la vida. En el lado bueno, cuando una conversación se da genuinamente, una música bella aparece de forma efímera, llevándonos al cielo para luego dejarnos descender nuevamente en este triste mundo.
Triste como es, lo mejor que podemos hacer es permanecer aquí. Porque no sabemos qué podrá ocurrir mañana.
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