Habiendo estado una hora en un café mete charla con una amiga, el joven Augusto se encontró con la encrucijada de siempre: aprovechar el momento para estudiar o irse a su casa donde se perdería en el lugar de siempre. Decidió decirle a su vieja compañera de secundario que se quedaría en la mesa leyendo materiales de la facultad. Ella asintió y lo saludó afectuosamente.
Augusto antes de encontrarse con su amiga había presenciado un episodio extraño. Al bajarse del colectivo, caminó unas cuadras para llegar al café y en la esquina de Viamonte y Callao vio a un indigente. Aquello no lo sorprendió. Pero faltaron segundos para que su asombro apareciera. Un conejo se encontraba al lado del hombre sin techo. Un conejo de verdad. Era blanco y estaba sucio. El joven lo primero que sintió fue gracia. Se rio por aquella escena. Siguió de largo sin más.
Pero con los metros recorridos, un pensamiento se le vino a la cabeza: debería avisar a la policía de aquella situación. Un pobre conejo, además de ser un animal considerado no doméstico (mucho menos callejero), debería estar en un hábitat donde su vida no peligre. La vida del ser humano que estaba acostado en el pavimento también peligraba, pero la triste realidad se había hecho rutina en los ojos de quienes por razones mayores normalizan la pobreza para darle cuerda a las otras facetas de la vida societaria.
Sí, iba a avisar a la policía. Caminó varias cuadras y no encontró a ningún oficial. Para ese entonces ya había llegado a la puerta del café. Se resignó a aquel salvataje y como era temprano dio una recorrida por el pasaje «Enrique Santos Discépolo». Vaya coincidencia, un agente policial venía de frente.
«Oficial», le dijo el muchacho, mirándolo a los ojos. El agente inmediatamente llevó su mano derecha a la funda de su pistola. Lo escucha y dice que «tiene a un compañero en ese lugar que se va a encargar de la situación». Agradecimiento de por medio, ambos se despiden.
El encuentro con su amiga fue bueno. Se rieron bastante y la conversación por momentos parecía de un par de adultos católicos, experimentados, y con muchas anécdotas para contar. Rarezas de esos personajes. Pero el más interesante se encontraba fuera del café, con su novia y la noche brillando sobre ellos. Era un filósofo conocido por el público joven que se dedicaba a divulgar conocimiento y preguntas existenciales.
Cuando Augusto salió del café, se encontró con Darío, el filósofo. «Viva el amor», pensó al ver el beso que estaba ejecutando con su pareja. Viva el beso y la amistad. A pesar de que ninguno dure para siempre. Pero justamente eso es lo que hace que valgan tanto.
0 comments on “El beso de Darío”