Frankenstein vivía encerrado. No quería salir de su cuarto. Desde que perdió su brazo izquierdo, se sentía deformado. Mucho antes de eso algunos ya lo criticaban. «Mirá, ese que está al lado de las naranjas es muy feo», escuchaba rumorear cuando iba a la verdulería. Él, sin hacerse problemas, terminaba de elegir la fruta y les devolvía el desprecio a esos idiotas con una sonrisa enloquecida.
Pero el mayor idiota se encontraba en su cabeza. Frankenstein se decía cosas horribles e impronunciables. Se lastimaba con palabras que nacían de un alma dañada, de un alma en pena. Luego de la pérdida que había tenido, dejó de salir, dejó de vivir.
Los únicos momentos en que podía desquitarse era gritando en la ducha. Así sentía que nadie lo oía, pero sus gritos eran tan fuertes… Pasaba por todas las variaciones en la voz, hasta el punto de sentir que estaba practicando para payaso. Ahí lo entendió. Todos los rostros y aullidos del payaso que lucen tan bien y originales, nacen del dolor.
Esos aullidos eran la previa a la locura. Frankestein empezaba a romper cosas, a pegarle a las paredes con el único brazo que le quedaba. Su padre, su creador, ya no lo escuchaba. Era entonces cuando empezaba a odiarlo, pensando en que le dio la vida para hacerlo sufrir de niño con su simple fealdad, y con el embrujo encima para que se lo haga él mismo de grande.
LEER MÁS:
¿Somos libres de nuestros pensamientos?
Cuando la mente funciona como un encierro, nos sometemos a lo peor. ¿Es la libertad mental lo que finalmente podrá traernos la paz?
Su creador ya no tenía que estar al lado, vendiendo a su hijo por un módico precio para ofrecer «el espectáculo de la bestia». Ya no lo lastimaba de esa forma tan directa. Ahora se regocijaba de lejos, sabiendo que éste se destruía sin siquiera una palabra ajena.
Frankenstein estaba solo, invisible, sin forma. No lucía pecador, tampoco santo. Era un ser que no veía futuro próspero. No tenía amor. Lo acompañaban sus pensamientos, en su oscuro cuarto, mientras los gritos del baño se paseaban de lado a lado. Se había convertido en su propio calvario.
Acostado en el piso, miraba el techo. Conocedor de la vida y sus dilemas, sabía que iba a salir de esta. Desterraría una vez más el rencor y el odio, para darle luz a la paz. Quizá esa tranquilidad no duraría mucho, pero sería suficiente para recobrar la forma. Ser un ángel nuevamente, que sin saberlo juega con Dios y las reglas del diablo.


excelente
Muchas gracias!