«Ya hay algo que debes saber: nunca confíes en un comerciante«, me dijo mi padre cuando cumplí los quince años. Eran tiempos donde empezaba a transitar la calle con mayor asiduidad, junto a mis primeros pesos guardados en la billetera.
No era parte de mi personalidad ser un comprador exacerbado. Al contrario, guardaba para luego poder adquirir algo grande, como unos auriculares, o soñando muy alto, un nuevo celular.
Justamente en estos momentos era donde debía estar precavido. Mi progenitor insistía que los precios variarían por zonas e hijaputés de quien me atendiese, por más increíble que suene. Esto se aplicaba especialmente a los servicios, ya que de un bien era sencillo reconocer que a uno le inflaron el número.
Pero llegó el año 2100 y la Inteligencia Artificial hizo lo que mi padre ni siquiera se imaginó. No crean que soy joven. Puedo contar esto porque en el 2050, cuando tenía ochenta y pico, se lanzó una fórmula para evitar el envejecimiento, y heme aquí radiante como un fresco repollo en Bruselas.
Los precios de lo que sea están disponibles en Internet. La economía se ajustó a esto, o más bien se vio sistematizada. Ya no hay que estar yendo a dos o tres lugares para comparar robos, digo… precios. Ahora se «equilibra» solo, y el que te atiende en el mostrador es un robot que reproduce lo que es globalmente conocido y accesible con unos pocos clicks en el celular.
Quién lo hubiera dicho, un mundo si comerciantes de mostrador. Debo admitir que ahora es todo un poco más aburrido. Antes la desgracia entretenía. Es como cuando en la escuela las maestras justificaban la poca inteligencia de algunos diciendo: «si todos fuéramos iguales, ¿qué interés habría? ¿no sería aburrido un mundo de astronautas?».
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Seguimos sin ser todos astronautas, pero las máquinas sí lo son. ¿Cuál es nuestro papel? Disfrutar el tiempo libre que se generó ante el mayor orden y transparencia. Hasta sirvió para dejar de perseguir objetos materiales y así concentrarse en las emociones, al menos para mi. Para las almas cuadradas, el amor sigue igual de subestimado que siempre, y buscan apoderarse de los robots para imponer sus propios precios.
Si antes nos salvábamos de la arbitrariedad caminando y usando nuestro tiempo, ahora nos impiden con él buscar algo distinto. Se supone que es a nuestro favor, pero como les digo, el mal sigue existiendo.
Si cien años atrás me hubiera tomado más a la ligera los intercambios materiales, quizá podría haber sufrido menos. Ahora que ya no existe esa posibilidad, ¿las máquinas me obligan a ser feliz con lo que quería? ¿O ellas me reprimen al no dejarme sentir experiencias pasadas, que mal que mal, eran humanas? Tendría que aprovechar lo poco humano que queda y que no me cause mala sangre, antes de que inventen su reemplazo artificial.


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