Por Julio Rajneri (La Nación)
Recientemente se han producido acontecimientos ligados al narcotráfico de especial repercusión. Tres periodistas han sido asesinados en México por sus investigaciones sobre el tráfico ilegal de la droga y en la Argentina, consumidores de cocaína han fallecido como consecuencia de su mezcla con una sustancia letal.
México es el país más peligroso del mundo para la prensa, según Reporteros sin Fronteras. Los atentados a periodistas en su historia han sido constantes, pero existen pocas dudas de que el crecimiento de los asesinatos en las últimas décadas se debe a represalias de los carteles de la droga.
En la década del 70 se firmaron las convenciones internacionales que rigen actualmente y el Congreso de EE.UU. sancionó la ley que ilegaliza el uso de estupefacientes. A partir de entonces, el valor de las drogas no ha dejado de crecer. Como consecuencia, nacieron y se desarrollaron organizaciones delictivas para atender la creciente demanda de los consumidores.
En la actualidad, con diferencias de intensidad, los países más débiles deben enfrentar poderosos carteles que corrompen o matan a periodistas, jueces, policías, políticos, miembros de las Fuerzas Armadas. Manejan cifras siderales de dinero que inundan los bancos para su lavado, tienen su ejército privado de sicarios, financian grupos terroristas y han conseguido que ciudades o regiones en algunos países estén prácticamente bajo su control. No es sorprendente, en consecuencia, que un número creciente de expertos se cuestionen la eficacia de esa política y lleguen a considerar que la guerra contra el narcotráfico se está perdiendo.
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La pregunta fundamental, que abre un interrogante cada vez más inquietante, es la dimensión del daño que causa la droga, en comparación con el que generan las organizaciones delictivas que proliferan como consecuencia de la prohibición. Las respuestas, es de suponer, variarán según la situación en cada país. Pero en algunos no hay duda de que el daño que causa la prohibición es incomparablemente mayor que el que causa el consumo.
El uso de estupefacientes es, en principio, una decisión personal que debería estar exenta de control como una acción privada, pero que sin duda genera un aumento de la criminalidad que afecta a terceros. Sin embargo, tampoco la penalización ha conseguido eliminar el consumo, en tanto que las organizaciones delictivas han crecido y prosperado en tal forma que pueden desafiar a gobiernos, debilitar sus instituciones políticas y amenazar incluso la sobrevivencia de su sistema democrático.
Una situación semejante se produjo en EE.UU. hace un siglo. El alcoholismo constituía un problema cuya gravedad movilizaba a numerosas organizaciones mayormente religiosas, exigiendo su prohibición absoluta. El Congreso de aquel país cedió a esa presión y estableció mediante la enmienda XVIII la prohibición de fabricar, vender o transportar licores embriagantes. A partir de la vigencia de la denominada Ley Seca, comenzaron a desarrollarse las organizaciones mafiosas que se enriquecían con la venta ilegal, producida en laboratorios clandestinos. Algunas ciudades alcanzaron una indeseable celebridad por el dominio que esas organizaciones alcanzaron sobre la sociedad, como Chicago y su icónico capo di mafia, Al Capone.
Una década después, la mayoría de los ciudadanos norteamericanos habían llegado a la conclusión de que la prohibición había alterado en tal grado las instituciones y la sociedad y causado tantas muertes por envenenamientos por consumir bebidas adulteradas, que el daño que estaba causando superaba ampliamente el que podía adjudicarse al alcoholismo. La enmienda fue finalmente derogada en 1933 por la enmienda XXI. Pero hay una diferencia con el fenómeno actual. La Ley Seca produjo el surgimiento de organizaciones delictivas exclusivamente en el territorio de los Estados Unidos, en tanto que la actual prohibición de las drogas, ha creado gigantescas corporaciones del delito fuera de aquel país.

La historia de Chicago parece repetirse, pero ahora en Cali o en Tijuana y delincuentes modernos como el colombiano Pablo Escobar repitieron las masacres, ejecuciones y violencia que en su momento protagonizara Al Capone.
La sociedad norteamericana no se siente tan amenazada y por lo tanto su respuesta puede no ser la misma que en aquellas circunstancias de hace un siglo. Y aunque se invoque la solidaridad continental y seguramente Washington siga con preocupación lo que ocurre en sus países vecinos, no es probable que el gobierno de aquel país adopte decisiones que modifiquen su orientación actual.
La despenalización del consumo de droga como decisión unilateral de uno o varios países, sin duda liberaría en ellos recursos que ahora se destinan a combatirla, pero sin el acompañamiento de EE.UU. tendría efectos limitados. El 80 % de las drogas que se producen en el área latinoamericana están destinadas al consumo del insaciable mercado del país del norte y las organizaciones que atienden esa demanda seguirían siendo clandestinas.
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