Por Miguel Bonasso
Además de su trascendencia como tragedia representativa del martirio sufrido por una generación que luchó con una generosidad y un desinterés sin parangón, el genocidio perpetrado en la base naval Almirante Zar, confirma el carácter estructural de la masacre en nuestra historia. Durante buena parte del siglo veinte la masacre no fue un episodio aislado, un accidente, sino un sistema. Un sistema terrorista de dominación, ejecutado incluso (entre los 50 y los 70) por los mismos actores y conducido desde atrás por los mismos patrones. No es una afirmación dogmática o arbitraria; sobran los ejemplos.
Uno de los ejecutores más sádicos de la matanza de Trelew, el teniente Roberto Bravo, lleva más de cuatro décadas en Estados Unidos y recién ahora, un fallo judicial lo condenó a pagar una indemnización de 27 millones de dólares a los familiares de sus víctimas, pero los tribunales norteamericanos no aceptan, en cambio, lo que reclama reiteradamente un tribunal argentino: que se lo extradite para que rinda cuenta de los crímenes de lesa humanidad que perpetró en Trelew. ¿Por qué? ¿Por un formulismo? ¿Por alguna suerte de complicidad? Conviene recordar que Bravo fue enviado a Estados Unidos después de la masacre por la dictadura militar que conducía Alejandro Agustín Lanusse, para ocultarlo en las alas del águila imperial. Y cuando dejó sus tareas “diplomáticas”, pasó a convertirse en proveedor del aparato militar más poderoso de la Tierra. ¿Cómo lo consiguió? ¿Cómo logró evitar en cuarenta años de democracia recuperada que las víctimas obtuvieran su extradición y juicio? ¿Será para que no explique cómo se pasa de ser el asesino y torturador de 19 guerrilleros, 16 de los cuales murieron, a proveedor del aparato militar de Estados Unidos? ¿Tendrá algo que ver con la relación orgánica que mantuvieron durante décadas los marinos argentinos con los estadounidenses? Sería interesante escuchar la opinión del último embajador que nos han enviado y nos está aconsejando como se puede sacar a la Argentina del pantano.
La continuidad, obviamente, no se reduce al teniente Bravo. La propia Armada tiene otro ejemplo sobresaliente: el del genocida Emilio Eduardo Massera, fallecido de muerte natural y en condiciones muy distintas de los cinco mil desaparecidos que pasaron por la ESMA. Mucho antes de convertirse en uno de los tres dictadores del autoproclamado “Proceso de Reorganización Nacional”, cuando era un joven teniente y secretario del entonces almirante Olivieri, ministro de Marina en el segundo gobierno de Juan Perón, colaboró activamente con los conspiradores que produjeron la masacre más sangrienta de nuestra historia: el bombardeo de la ciudad de Buenos Aires, el 16 de junio de 1955, donde hubo más de 300 muertos y casi dos mil heridos.
A comienzos de los sesenta, cuando militares y marinos perpetraron su guerra particular y subversiva de “azules” y “colorados”, fue segundo del Servicio de Informaciones Navales. ¿Cómo extrañarse de que culminara su carrera como genocida a la cabeza de la dictadura militar? ¿Cómo extrañarse de que este personaje siniestro, salido de los sótanos del Estado, ordenara asesinatos mafiosos de personajes vinculados a la propia dictadura militar que le molestaban, como el embajador Héctor Hidalgo Solá o la también diplomática (y prima de Lanusse) Elena Holmberg?
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En el juicio civil en su contra iniciado por familiares de asesinados en el penal de Rawson en agosto de 1972, el exmarino Bravo testimonió sobre el fusilamiento de presos políticos que habían sido recapturados luego de intentar escapar.
Son dos ejemplos, apenas y se limitan a la Armada. Hay centenares o directamente miles si entramos a exhumar casos similares en las otras fuerzas armadas. Donde hay asesinos de la Logia Propaganda Due, como “Pajarito” Suárez Mason o jefes de la Bonaerense, como el general Ramón Camps, que se jactaba de haber “liquidado a cinco mil subversivos”. También los encontraremos en la Fuerza Aérea, por supuesto y sobra como muestra que varios pilotos coparticiparon con sus colegas de la Marina en el bombardeo d Buenos Aires. Y su activa participación en la represión clandestina de la última dictadura con centros de tortura como la llamada “Mansión Seré”. Y ni hablar si ponemos sobre la mesa las ordalías perpetradas por las fuerzas policiales, empezando por los autores de la masacre de Fátima, pertenecientes a la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal.
Desde 1930, con el golpe del fascista de Uriburu, masacres o fusilamientos fuera de la ley (como los que perpetraron en la Penitenciaría de Las Heras) hasta el genocidio de la última dictadura, pasando por las ejecuciones “legales” o ilegales de la autodenominada “Revolución Libertadora”, forman parte de las actividades gubernamentales de las clases dominantes de la Argentina. Constituyen una regla y no una excepción o “un exceso” (neologismo usado por el dictador Videla para hablar de los desaparecidos).
No resulta exagerado, entonces, definir a la masacre como método o sistema. Aunque se impone una aclaración: sería de mala fe negar que en los cuarenta años que llevamos de gobiernos constitucionales no hubo lugar para matanzas generalizadas, lo que no impidió que hubiera desaparecidos y asesinados en plena democracia, como Jorge Julio López. Pero esto no fue un gracioso regalo de los bancos, ni de los que hoy queman pastizales, sino una conducta también impuesta por la lucha que libraron y libran miles de argentinos y argentinas en favor del mantenimiento e incluso la apertura a cuestiones antes ignoradas (como las de género) y en la defensa irrestricta de los derechos humanos. Un reconocimiento con límites muy precisos y lamentables, si recordamos a los que pasan hambre o mueren a diario por las condiciones cada vez más inhumanas de pobreza a que se ven sometidos.
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