¿Quién maneja las piezas de la vida? ¿Aquellas con las que jugamos (con ciencia o sin ella) en un corredor milagroso e inexorable? Jorge Luis Borges, agnóstico, y Miguel de Cervantes Saavedra, reflejaron la batalla del ajedrez como una metáfora del determinismo. Una colaboradora de Humanidad de poco más de 20 años, con todo por delante y un pasado forjado atrás, acercó dos sonetos que la subyugaron del poeta argentino. Le abrió, y abre a toda una generación, un horizonte a la altura de sus fantasías y desafíos futuros.
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
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