La cena, al principio, fuese porque los comensales no se conocían, ó por la malhadada influencia de los que se sentaron á la mesa, fue triste; apenas si se hablaba, y las gracias eran acogidas con un silencio lúgubre.
El relojero alemán sonreía alegremente con su cara de conejo, llena de barbas rubias, y trataba de grabar en su memoria las frases de un discurso que pensaba pronunciar, y que lo tenía en un papel escrito con lápiz, al lado del plato. Los demás iban comiendo y bebiendo sin hablar.
Al llegar á los postres, de repente, sin transición alguna, comenzaron todos á hablar alto y levantaron el diapasón normal de la voz. Pidieron unánimemente que el alemán pronunciara su discurso, y el hombre confesó con modestia que no se lo había podido aprender. Entonces, se exigió que lo leyera.
El pobre relojero, que hacía poco tiempo que estaba en España, se trabucaba á cada momento, y en medio de la chacota de unos y de otros, conservaba su serenidad y seguía sonriendo con su sonrisa de conejo.
Después del discurso del alemán, aplaudido estrepitosamente, empezaron a brindar uno a uno, y luego dos y tres a la vez.
Silvestre y Avelino, que de las vigilias y abstinencias de los días anteriores habían pasado a aquel hartazgo, estaban locos. Brindaron al mismo tiempo:
–Por la amistad que les uniría toda la vida, por el Infinito, que aquella noche se había impuesto a su alma, en el rincón de la iglesia… -dijo Silvestre. Pero Avelino no quiso hablar de Infinito, ni de Absoluto, y brindó por la Ciencia, por la sagrada Ciencia, la religión nueva, por la Humanidad, por la Mecánica…
Felizmente para ellos, nadie les hacia caso; mujeres y hombres bailaban agarrados en el fondo del cuarto. Labarta, el médico, tocaba en el piano un vals vertiginoso con las manos y con la nariz al mismo tiempo.
Los bailarines volvieron á la mesa fatigados. Labarta dejó de tocar el piano y comenzó a contar a Silvestre el argumento de un poema que había escrito, un poema en prosa, tremendo, lleno de frases terribles.

-¡Hombre! Yo creo que debía usted leerlo -dijo Silvestre.
-Si, sí, que lo lea -dijeron todos.
Labarta salió á buscar el manuscrito, y comenzó á leer sin hacerse rogar.
El contraste de lo que leía con su aspecto jovial de hombre satisfecho de la vida, era curioso. Calvo como si tuviera cerquillo, la cara ancha, la nariz apatatada y rojiza, los ojos entornados, bondadosos y sonrientes, la boca de labios gruesos, el bigote caído, las barbas lacias, largas y amarillentas, tenia el tipo de un fraile espiritual y glotón al mismo tiempo; de hombre pesimista y epicúreo, socarrón y romántico.
El argumento de su poema era tremebundo. El pianista creyó que lo debía de acompañar haciendo acordes en el piano. El médico comenzó la lectura:
«La religión está dando las últimas boqueadas. Una noche, en la catedral de Toledo, en la capilla mayor, donde descansan los restos de los reyes viejos, hablan el arzobispo y dos canónigos de los que aun quedan fieles al catolicismo, y se están preparando los tres para decir, a las primeras horas de la mañana, el santo sacrificio de la misa».
El pianista con este motivo comenzó á tocar el Introito.
«Se sabe desde hace tiempo que los revolucionarios de Roma han entrado en el Vaticano, y el Vicario de Cristo se ha visto en la necesidad de apelar á la fuga, y disfrazado, va por los caminos buscando un asilo en la tierra que los poderosos no le conceden. Y todos los días se reza en Toledo por él».
«Aquella noche se oyen unos golpes en la puerta del Perdón de la catedral. Se abre la puerta y aparece un anciano mendigo. Los dos canónigos y el arzobispo le reconocen y se arrodillan ante él. Es el Papa».
«Pero he aquí que las turbas alborotadoras de Toledo, en donde reina la anarquía, han reconocido al Papa por un nimbo de luz que emana de su cabeza, y al verle han dicho:
-Ese es el Pontífice-, y han penetrado en la catedral, capitaneados por un hombre alto y hermoso, cubierto con una capa negra que le llega hasta los pies».
«Y el hombre vestido de negro ha abierto la soberbia reja de Villalpando, que cierra la entrada de la capilla mayor, y ha subido al retablo y ha tirado al suelo las santas imágenes talladas por los maestros del siglo XVI, y sobre el altar se ha sentado y en su frente se ha leído con brillo de fuego el número 666«.
Después se ha visto entrar la Muerte con una corona de hoja de lata, montada en bicicleta, seguida de una turba de esqueletos de médicos y farmacéuticos, con sombreros de copa encima de sus calaveras, y tras ellos una jauría de perros flacos y sarnosos… Las sepulturas se han abierto, y por las puertas han entrado una legión de esqueletos carcomidos, pedaleando sobre bicicletas, y en los ciclistas se han visto insignias de obispos y de Papas, de beatos místicos, abadesas y doctoras, de reinas y princesas, frailes, caballeros y mercaderes. Y todos los esqueletos han comenzado á dar vueltas vertiginosas alrededor del templo, y una mano diabólica ha hecho sonar los órganos de la santa iglesia catedral, y el coro ha cantado:
Día de la ira, aquel día
en que los siglos se reduzcan a cenizas;
como testigos el rey David y la Sibila. ¡Cuánto terror habrá en el futuro
Pero paulatinamente la música se ha animado, y los esqueletos en su carrera han ido perdiendo, el uno la falange de una mano, el otro el calcañal, el otro la mandíbula, y la algarabía de los órganos ha sido cada vez más loca, más vertiginosa, y los esqueletos y las bicicletas se han ido deshaciendo a pedazos, hasta que ha sonado una campana y el silencio. Se ha abierto un foso en el suelo, y han desaparecido todos sepultados.
Y el hombre negro ha bajado del altar y se ha hundido en la tierra, diciendo:
–«Mors melior vita».
-Es verdad, es verdad. La muerte mejor que la vida -gritó Silvestre-. Avelino, ¡viva la Muerte! ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra!
-¡Viva la Muerte! -gritaron unos cuantos en broma, y el pianista comenzó á tocar la Marsellesa…
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