Por Ana Julia Aneise (eldiplo)
La autorización de la exploración sísmica offshore 300 kilómetros mar adentro de la costa de Mar del Plata, además de generar preocupación por el posible impacto socioambiental, abrió una discusión tan urgente como compleja: ¿cómo se inscribe Argentina en la transición global hacia un sistema energético bajo en carbono? La transición energética es un imperativo mundial, resultado de la crisis climática y ecológica que atravesamos: el efecto de la influencia humana sobre la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera y la degradación de los ecosistemas es inequívoco, y está llevando a la humanidad a un punto de no retorno ambiental. Tal es así que el Foro Económico Mundial de Davos, en su Reporte de Riesgos Globales de 2021, sostiene que cuatro de las cinco principales amenazas mundiales se vinculan a cuestiones ambientales. Siendo el sector energético el responsable del 73,2% de las emisiones a nivel global, la descarbonización de la matriz energética resulta crucial para enfrentar el cambio climático. Para ello es necesario reemplazar el carbón, el petróleo y el gas por fuentes bajas en carbono, como la eólica, solar, biomásica, hidráulica y nuclear. Como la mayoría de estas fuentes generan electricidad, la transición energética requiere de la electrificación de los usos finales y de todos los procesos industriales posibles, lo que implica costos y desafíos en términos de la adaptación de la infraestructura. A su vez, cuando la electricidad no constituya una alternativa, se deberán incorporar otras fuentes, por el momento muy costosas, como el hidrógeno verde o la quema de fósiles con captura y almacenamiento de carbono. A esto se suma la necesidad de incorporar tecnología de almacenamiento de electricidad, como las baterías de ion-litio, dada la intermitencia diaria y estacional de algunas de estas fuentes energéticas: no siempre hay sol o viento. Todo esto hace que, a pesar de la creciente reducción en el precio de las energías renovables, el reemplazo de las fuentes fósiles suponga considerables costos económicos y enormes desafíos tecnológicos, además de sociales y culturales.
Pensar la transición energética en Argentina requiere primero analizar el estadío de la descarbonización a nivel global. Hoy asistimos a una crisis energética de alcance internacional producto de un descalce entre demanda y oferta. El aumento de la demanda se explica por la recuperación económica pos-pandemia y una serie de variables climáticas (inviernos especialmente fríos, veranos tórridos, baja hidraulicidad y vientos débiles en distintas partes del globo). Por su parte, la oferta se retrajo como consecuencia del recorte de inversiones luego del derrumbe de los precios en 2014 y de las políticas de transición energética que limitaron nuevos desarrollos en combustibles fósiles.
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En este marco, el incremento del precio del gas y la urgencia internacional por asegurar el suministro energético generaron un aumento del consumo de carbón, un combustible que emite entre un 50 y 60% más de dióxido de carbono que el gas, lo que nos aleja aun más de las metas de descarbonización. Este escenario supone una fuerte disyuntiva: aunque el gas difícilmente pueda ser considerado un “combustible de transición”, en tanto el reemplazo del carbón y el petróleo por esta fuente no permite cumplir con los compromisos climáticos, ¿estamos dispuestos a frenar proyectos de exploración y producción de gas si esto trae aparejado el riesgo de una sustitución aun más contaminante en el futuro?
Esta pregunta resulta especialmente relevante en Argentina. El yacimiento de Vaca Muerta ubica al país en el segundo lugar en gas natural y el cuarto en petróleo no convencionales del mundo. Si a esto sumamos la caída progresiva de la producción en cuencas convencionales y un frente externo energético asfixiado por la necesidad de importar combustibles en invierno, no sorprende que muchos analistas vean allí una ventana de oportunidad para que Argentina pueda abastecer su demanda interna y aventurarse en la exportación de diferentes productos y subproductos energéticos.
Ahora bien, aunque avance más lentamente de lo que quisiéramos, la transición energética global está ocurriendo, y quienes tomen la delantera en la carrera tecnológica potenciarán su desarrollo industrial y crecimiento económico. ¿Qué implica la transición en un país semiperiférico como el nuestro?
Como señalan algunos especialistas, las economías centrales conciben la crisis ambiental como una oportunidad para impulsar una transferencia masiva de tecnología a los países no-centrales, adoptando a la catástrofe climática como un gran catalizador de negocios. Con frecuencia, atan el financiamiento de proyectos de energías renovables a la adquisición de su tecnología por parte del país que recibe el préstamo, lo que dificulta el proceso de catch-up tecnológico de las economías semi-periféricas.
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Esto, sumado a las crecientes barreras comerciales con criterios ambientales, los condicionamientos crediticios basados en el cumplimiento de compromisos climáticos y las exiguas transferencias financieras – y por debajo de la promesa de 100.000 millones de dólares a 2020 contraída en 2009 –, completan un cuadro en el que los esfuerzos hacia la reducción de emisiones están signados por la competencia en lugar de la cooperación.
En esta carrera, no todos los países comparten la línea de partida. Algunos, como Chile o Marruecos, vieron en la transición energética una oportunidad para reemplazar las costosas importaciones de combustibles, lo que les facilitó la incorporación de renovables. Países como Alemania o Dinamarca adoptaron la transición como un medio para impulsar la competitividad del sector eólico.
Argentina, si bien dispone de vastos recursos eólicos, solares y biomásicos, es a la vez un país productor de hidrocarburos, con amplias capacidades construidas y desarrollo de proveedores locales en el sector. Propiciar una transición energética que no suponga destruir empleo o perjudicar abruptamente a provincias petroleras requiere de gradualidad y una planificación integral. Para ello juegan un rol central empresas promisorias como IMPSA o INVAP, que pueden derramar conocimiento hacia otros sectores y generar encadenamientos productivos.
A estas limitaciones se suman la crónica inestabilidad macroeconómica que atraviesa nuestro país y la restricción externa, que dificultan el acceso al financiamiento y actúan como un cuello de botella a la incorporación de renovables. Prueba de ello fue la interrupción del programa RenovAr, por el cual el Estado licitaba diversas iniciativas de compra de energía renovable, a partir de la crisis cambiaria de 2018.
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Existen además barreras institucionales a la penetración de energías renovables. Aunque en Argentina rigen marcos normativos sectoriales e instrumentos de estímulo a las energías verdes, persisten las dificultades para aplicar las regulaciones existentes, los altos costos y las complejidades administrativas. Al mismo tiempo, las políticas implementadas muchas veces caen en la descoordinación: el caso del hidrógeno es un ejemplo, con una normativa sancionada hace 15 años que quedó caduca sin siquiera ponerse en práctica.
Un último aspecto que dificulta la descarbonización en Argentina es la ausencia de una estrategia de eficiencia energética con metas cuantificables. La segmentación de tarifas, elevando los precios de la energía para aquellos sectores que pueden pagarlos, podría propiciar inversiones en aislamiento térmico o electrodomésticos más eficientes y, al mismo tiempo, contribuir a objetivos de equidad, considerando que los deciles más altos de ingreso tienen una huella de carbono mayor.
Ninguna fuente de energía es socioambientalmente inocua. Todas generan múltiples impactos, que deben ser evitados o mitigados a la hora de pensar la transición. Una de las pruebas más evidentes de estas tensiones son los conflictos territoriales que se desataron por iniciativas mineras en Chubut, Mendoza, Jujuy y Catamarca, entre otras provincias.
Argentina cuenta con vastos recursos en litio y cobre, minerales muy demandados en el mundo porque son clave para la electrificación y las energías bajas en carbono. No obstante, existen conflictos y riesgos a lo largo de las cadenas de suministro, lo que puede abrir paso a nuevas injusticias y desigualdades.
¿Cómo resolver esta tensión? La dificultad de los gobiernos, sobre todo provinciales, para generar mecanismos de gobernanza que incluyan a las comunidades locales en las decisiones y los beneficios de los proyectos mineros ha llevado a que en Argentina más de la mitad de las iniciativas en minería hayan sido canceladas o suspendidas por la resistencia social que generaron.
Las contradicciones inherentes a la transición energética no se limitan a la necesidad de litio y cobre y los conflictos que genera la minería. También esconden contradicciones los biocombustibles, de enorme potencialidad en Argentina dada su actividad agropecuaria, de silvicultura y su enorme diversidad ecosistémica. Si por un lado los biocombustibles son fundamentales para la descarbonización, por otro pueden contribuir a la deforestación y la pérdida de biodiversidad producto del avance de la frontera productiva sobre ecosistemas nativos: los problemas para hacer cumplir la ley de bosques así lo demuestran. Además, los biocombustibles llamados “convencionales” se producen a partir de cultivos alimentarios, lo que puede chocar con la necesidad de garantizar la seguridad alimentaria, tanto en términos de provisión como de precio.
Finalmente, la energía hidráulica, otra fuente relevante para la transición, además de ser vulnerable a las sequías – siendo la bajante histórica del río Paraná en 2020 y 2021 prueba de ello –, puede generar la oposición de comunidades locales por las inundaciones del terreno, la necesidad de desplazar poblaciones y el desequilibrio en los ecosistemas, así como por la eliminación de lugares de alto valor paisajístico.
Este breve repaso sugiere que la transición energética está lejos de ser un proceso simple. Para pensarlo, resulta útil el concepto elaborado por el Consejo Mundial de Energía bajo la denominación de “trilema energético”, compuesto por pilares que deben permanecer equilibrados: seguridad energética, equidad energética y sostenibilidad ambiental. La seguridad energética es la gestión eficaz del suministro de energía de fuentes nacionales y externas, la fiabilidad de la infraestructura y la capacidad de satisfacer la demanda energética actual y futura. La equidad refiere a la accesibilidad a un precio justo para toda la población. Por último, la sostenibilidad ambiental implica la eficiencia energética y el desarrollo del suministro de energía a partir de fuentes renovables y bajas en carbono.
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En un documento reciente, la Secretaría de Energía de la Nación sostiene que en Argentina a estas tres dimensiones se debería agregar una cuarta: el desarrollo tecnoindustrial, entendido como la “consolidación, ampliación y/o creación de capacidades tecnológicas e industriales vinculadas a las energías renovables”.
El cuatrilema, entonces, implica un equilibrio que permita maximizar las oportunidades de inserción en las cadenas de renovables sin descuidar el abastecimiento energético, el costo de la energía y la disminución de emisiones.
Este “equilibrio cuadrado” conlleva un costo y un considerable requerimiento de divisas. Aunque el monto dependerá del “mix energético” elegido y de los instrumentos adoptados, los cálculos de la Secretaría de Energía para sus escenarios “REN 20” y “REN 30” (una participación del 20% y 30% de renovables en la matriz eléctrica hacia 2030) estiman que sólo la inversión en nueva potencia eléctrica ascendería a entre 10.000 y 14.000 millones de dólares.
Si a eso se le suma el costo de una cuarta central nuclear que comenzaría a funcionar en 2031, los pagos de capital pos-2030, las inversiones en transporte eléctrico y medidas de eficiencia, las inversiones en infraestructura gasífera proyectadas (transporte y planta de licuefacción) y otras inversiones en litio e hidrógeno, el total ascendería a un mínimo de 65.000 millones de dólares, sin considerar el costo financiero. Alcanza con comparar esta cifra con la deuda contraída con el FMI (44.000 millones) o con el superávit comercial de 2021 (14.750 millones) para dimensionar el tamaño del desafío.
Maximizar el componente en pesos de esta inversión, conseguir financiamiento a tasas accesibles, movilizar el ahorro nacional detrás de este proyecto y procurar que sea una palanca para el desarrollo en términos de innovación, encadenamientos productivos, generación de empleo y exportaciones, son algunos de los retos que se esconden detrás de esta astronómica cifra.
La clave para compatibilizar la necesidad de divisas de corto plazo con los objetivos de la transición energética en el mediano y largo plazo será, en última instancia, el ritmo y la velocidad que adopte la transición. Y esto requerirá una planificación mínimamente consensuada entre las dos principales coaliciones políticas, información transparente de cara a la sociedad, para que entienda cómo las decisiones de política energética se insertan en esta estrategia, y mucha participación pública para dotar de legitimidad a los proyectos. Por último, ¿por qué no pensar en la adjudicación específica de fondos, por ejemplo destinando parte de las regalías petroleras de los proyectos offshore a financiar la transición energética?
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